En los 17 años que he trabajado para CNN, he relatado un sinnúmero de historias de última hora: los terremotos, los huracanes y el tsunami que causó estragos en Japón en 2011. Pero no estaba preparada para lo que he visto en los últimos días en Filipinas, mi propio país.
El tifón Haiyan extendió su camino de destrucción a través de la zona oriental del país durante poco más de una semana, cuando fui llamada para ayudar en la cobertura informativa que haría un recuento de la destrucción.
Solo habían pasado nueve meses desde que había dejado mi trabajo en la redacción de Estados Unidos para unirme a las oficinas corporativas en Hong Kong, pero rápidamente me encontré en la ciudad de Tacloban, una de las zonas más afectadas, con mis colegas de CNN. No estoy acostumbrada a estar en campo, por lo que hice frente a esta difícil situación en mi propia tierra, tuve que cerrarme.
Ofrecen todo lo que tienen
No perdimos el tiempo. Caminamos a un pueblo cercano donde nos encontramos a Juanito Martínez. Él se reunió con dos de sus amigos en una choza, cerca del aeropuerto de la maltrecha ciudad. Me miró con una sonrisa y me preguntó: «‘¿Ya comiste? ¡Ven comer!’ Yo estaba asombrada de que sus primeras palabras fueran para saber si tenía hambre, a pesar de todo lo que sucedía a nuestro alrededor.
Juanito y sus amigos estaban sentados en cuclillas debajo de algunas piezas de lámina de metal reforzada sostenidas por troncos de árboles rotos y pedazos de madera. Tenían poco que ofrecer, ya que habían lo habían perdido todo. Un plato de arroz y una taza de fideos hervidos era todo lo que podían reunir en su mesa improvisada. Pero esa es la hospitalidad filipina. Incluso en los momentos más difíciles, ofrecemos todo lo que tenemos.
Juanito contó su historia, muy impresionante de hecho. «Mi esposa e hija murieron en la tormenta”, dijo. Señaló la zona donde aún yacían sus restos. En un tono suave, agregó: «Yo sólo quiero saber dónde enterrarán sus cuerpos para poder encender una vela por ellos».
Eso fue todo. Esa fue su única petición. Juanito me miró y sonrió. Repitió su invitación: «¡Ven comer!»
Empezó a llover otra vez y miré a mi alrededor. No había una sola casa en pie del lado izquierdo. No había dónde refugiarse. Toda la zona fue completamente aplastada y cubierta de escombros y se notaban algunos cuerpos de las víctimas mortales de la tormenta. No podía imaginar cómo se las arreglaron para sobrevivir día tras día, noche tras noche.
Las personas se reunieron masivamente en el aeropuerto para escapar de Tacloban, que fuera destruida por el tifón. Una mujer me dijo: «No me queda nada aquí. Ya no queda nada aquí. Así que nos vamos». Sin embargo, otros optaron por quedarse, ya que no tienen otra opción.
El shock tras el “tsunami”
Muchas de las personas con las que hablamos dijeron que era sólo otra tormenta -las fuertes lluvias y vientos a los que estaban tan acostumbrados-, así que se quedaron en casa. Pero fue la oleada de la inesperada tormenta lo que mató a muchos. Algunos lo llamaron un tsunami.
Una mujer nos dijo que las olas fueron tan altas como un árbol de cinco metros. Susurrando en frases cortas describió cómo el agua se levantó rápidamente y alejo de sus brazos a su hijo de cuatro meses y a su hija de tres años. Yo soy madre también y pensé en mis propios hijos. Yo no podía esperar para sostenerlos en mis brazos.
Todo el mundo tenía una historia que contar: la niña que esperaba pacientemente con su madre en el aeropuerto, una joven mamá perdió a su marido, seis hijos, a su madre y a sus hermanos. Luego estaba el hombre que quería acabar con su vida debido a que su amada esposa y sus dos hijas murieron durante la tormenta.
Coraje
Pero en medio de la tristeza y la desesperación generalizada, lo que más me impactó fue el extraordinario coraje de mis compatriotas filipinos en Tacloban.
En nuestro último día en esa localidad, vi a un grupo de personas caminando de regreso al pueblo. Un hombre levantó la vista al cielo y preguntó en voz alta: «¿Cuánto tiempo más? ¿Cuánto tiempo más?». Hubiera querido tener una respuesta para él. Había pocas cosas que podía hacer, era poco lo que podía dar. Yo solo tenía algunas barras de cereal y galletas en la mochila que regalé a la gente en el aeropuerto antes de que me subiera a un avión de regreso a Manila.
Finalmente me regresé a la capital en donde vi numerosos correos electrónicos, textos y mensajes en mi celular y en mi página de Facebook de amigos y familiares. Me sentí abrumada por el gran apoyo, su disposición a ayudar. Yo estaba viendo de primera mano cómo mis compatriotas filipinos se fueron uniendo ante mis ojos: la organización y el voluntariado.
He vivido en el extranjero durante casi dos décadas, pero mi regreso a Filipinas me permitió ser testigo de ver lo peor y lo mejor de los filipinos.
Fuente CNN
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