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Opinión

2 de Octubre, no se olvida. Por Kamel Athie Flores

En 1968 yo cursaba el 3o año de la carrera en la Escuela Superior de Economía del IPN, en el glorioso Casco de Santo Tomás. En aquellos años el fantasma del comunismo recorría los países latinoamericanos, altamente influenciados por el triunfo de Castro en Cuba, y las hazañas guerrilleras del Ché Guevara. Leíamos el Capital de Carlos Marx el Libro Rojo de Mao Tsé Tung, en tanto que la propaganda de la Unión Soviética circulaba por todas las escuelas. El rock y los beatles vivían en su mejor momento.

Los años sesentas fueron un parteaguas a nivel mundial, por las diversas corrientes ideológicas prevalecientes que insinuaban la urgente necesidad de   grandes transformaciones sociales, teniendo como fondo las siguientes reivindicaciones: 1) Abolición del racismo, 2) No represión a las demandas sociales, 3) Libertad de expresión y 4) Apertura democrática. Este parteaguas tuvo como estigma la muerte de Martín Luther King y el magnicidio de Jhon F. Kennedy en Estados Unidos. En Francia y en China, movimientos estudiantiles fueron fuertemente reprimidos.

México no pudo sustraerse a ese entorno, pues tenía frescos el movimiento ferrocarrilero de Demetrio Vallejo, los asesinatos de Rubén Jaramillo y su familia en Morelos; la feroz represión de que fueron objeto los líderes comunistas Othón Salazar y Ramón Danzós Palomino. Enorme conmoción causó también el frustrado asalto al cuartel de Madera el 23 de septiembre de 1965.

Nuestra sociedad estaba sedienta de democracia y de libertad de expresión, cansada de gobiernos inconscientes e intolerantes, por lo que reclamaba ser escuchada, manifestándose de las más diversas formas que fueron invariablemente reprimidas.

En esos aciagos años,   nuestro país era cancha de juego para el espionaje internacional, por la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La CIA tenía vía libre y gozaba de la complacencia de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad, quienes unieron esfuerzos contra la KGB que operaba desde la embajada rusa tratando de ganar espacios en un terreno que se antojaba fértil para el socialismo.

A principios de julio del 68, todos los mexicanos esperábamos con gran expectación la celebración de las olimpiadas. En México D.F. se hizo una gran movilización de los jóvenes de ambos sexos para apoyar el magno evento. Muchos amigos míos se enrolaron a esta noble causa, recibiendo a cambio la libre entrada el día de la inauguración en el estadio México 68.

Todo parecía marchar bien hasta el 23 de julio, fecha en la que estudiantes de la voca 5 se pelearon con estudiantes de la secundaria particular Isaac Ochoterena, riña que fue brutalmente reprimida por los granaderos. Esto encendió a los estudiantes, propiciando manifestaciones en contra del entonces regente General Corona del Rosal, quién intensificó la represión que entre otros eventos desembocó con el conocido bazukazo a la prepa 1 de San Idelfonso.

El ambiente se iba calentando de manera creciente, no sólo por la inconformidad de los estudiantes, sino por los operadores de la CIA y la KGB que tenían gente infiltrada en las filas estudiantiles. El 26 de julio se efectuó una marcha sin precedentes, encabezada por el rector de la UNAM Barros Sierra, la cual aglutinó a más de 300 mil manifestantes, incluyéndome a mi. Allí desfiló el Ing. Heberto Castillo, el pintor José Luis Cuevas y muchos intelectuales más.

Otros eventos trascendentes ocurrieron el 13 y 28 de agosto, días en que se realizaron marchas desde el casco de Santo Tomás y del monumento de la Revolución hacia el zócalo, en donde se escenificó una matanza múltiple de estudiantes, cuyas fotografías recorrieron el mundo, pues era grotesco ver como éstos eran embestidos por las tanquetas.

En las semanas siguientes los habitantes metropolitanos vivíamos momentos de expectación…”como si algo inesperado iba ocurrir”. A las olimpiadas nadie les hacia caso, era pista de otro circo.

El 18 de septiembre a las 10 de la noche, 10 mil soldados tomaban la ciudad universitaria y 1,500 estudiantes fueron detenidos. En la madrugada del 24 de septiembre, los politécnicos libramos una batalla casi cuerpo a cuerpo con los granaderos que intentaban tomar el Casco de Santo Tomás; les quemamos 23 autobuses y los expulsamos. A las 7 de la mañana entraron cerca de mil soldados y 150 paramilitares que tomaron las instalaciones.

El saldo fue por demás rojo, atraparon a 123 compañeros y 12 murieron; a algunos de los heridos los remataron en la Cruz Verde los grupos paramilitares. En mi salón éramos 23 compañeros, después del movimiento quedamos sólo 11.

El miércoles 2 de octubre, un grupo de 5 compañeros originarios de San Luis Potosí y Sinaloa, llegamos a la plaza de Tlaltelolco como a las 4.30 de la tarde, se estaba llenando rápidamente. Recuerdo que era una tarde oscura, nublada y húmeda; empezamos a observar como nos rodeaba el ejército poco a poco. Teníamos temor y el instinto nos indicaba que algo grave iba a ocurrir; nos percatamos que además de los soldados había gente extraña con guantes y pañuelos blancos. Después supimos que era el Batallón Olimpia.

Como a las 5 de la tarde tomó el micrófono el único orador del evento. Se trataba del compañero de la Escuela Superior de Economía de 24 años de edad, oriundo de Sinaloa, Florencio López Osuna. No bien había iniciado su discurso con muchas fallas de sonido e interferencias, cuando desde el edificio Chihuahua salieron múltiples disparos hacia la multitud. Se acabó el discurso y empezó la matanza de cientos de estudiantes, la cual se prolongó hasta el día siguiente con el cateo de cada uno de los departamentos de la unidad habitacional Tlaltelolco, tal como se ilustra en la película “Rojo Amanecer.”

Mis compañeros y yo dijimos “patas pa’ que las quiero” y corrimos rumbo a la colonia Exhipódromo de Peralvillo, en la calle de Adelina Paty, donde nos refugiamos en una sastrería cuya hija del dueño, era de Ciencias Políticas de la UNAM y nos albergó hasta el 3 de octubre por la tarde, saliendo del lugar uno por uno.

A finales de octubre acudí en la Colonia Del Valle a una conferencia de Carlos Madrazo, después de este evento afuera de mi casa me atraparon, pues los grupos paramilitares habían sustraído todos los archivos de la escuela, llevándome al campo militar No.1, donde permanecí cerca de tres meses. Los demás compañeros salieron hasta 1971.

 

Al paso de los años comprendí muchas cosas, por ejemplo que había muchos intereses en juego en el ámbito internacional; que la matanza la decidió Díaz Ordaz instruyendo a su Jefe de Estado Mayor, para que sus subordinados dispararan desde el edificio Chihuahua en contra de los soldados que estaban mezclados con los estudiantes y que comandaba el General Marcelino García Barragán, sin que este estuviera enterado de dichas instrucciones perversas del Presidente de la República.

Nuestro país ya es otro, con otros problemas, donde la corrupción e impunidad se han expandido escandalosamente; la pobreza también se ha ensanchado en las áreas urbanas y rurales; hemos avanzado en la democracia, pero ello no ha contribuido al bienestar de la sociedad…y el sistema político presidencialista parece haberse agotado. Estos, entre otros son los nuevos desafíos que tenemos los mexicanos… 2 DE OCTUBRE …NO SE OLVIDA.

kamelathie@gmail.com

 

 

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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