Conecta con nosotros

Opinión

Reflexiones (neo liberales) por Francisco Rodriguez Perez

Published

on

Reflexiones (neo) liberales
Francisco Rodríguez Pérez
Siempre he sido un defensor apasionado de la libertad, aunque la humanidad y su Historia parecen no estar del todo convencidas de querer ser “tan” libres.
Por ello, quizá, a través del tiempo y los espacios se han preferido las políticas de cuidados especiales, los líderes, los patriarcas y los Mesías. Y desde que se inventó el voto, la gente parece estar dispuesta a otorgarlo, en forma masiva, a cambio de una “promesa” de bienestar…
La población no quiere complicarse la vida, evita involucrarse, contentándose con el show de la política y sus anécdotas.
Para cambiar esto, se requiere generar un cambio de actitud hacia la libertad. Lo decía Benjamin Constant: “Los depositarios de la autoridad os dicen: ¿cuál es, en el fondo, el fin de vuestros esfuerzos, el motivo de vuestros trabajos, el objeto de todas vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad? Esa felicidad, dejad que la hagamos y os la daremos. No, señores, no dejemos hacerla: por conmovedor que sea un interés tan tierno, roguemos a la autoridad que permanezca en sus límites. Nosotros nos encargaremos de ser felices.”
Gran parte de la historia de la humanidad, sin embargo, ha tenido nociones liberales. Y, en esa historia, hay una buena dosis de decepción, de incapacidad para convencer a las mayorías, desde el pesimismo existencial hasta el utopismo temerario.
Ahora, suele pasar que las reuniones políticas de los liberales, sean aburridas, repletas de análisis económicos y apocalípticos vislumbres de las perspectivas actuales.
En los liberales de ahora no hay espíritu de revolución. No hay sentido de causa, ni de verdadero equipo, ni de lucha colectiva. No hay ambición de representar a las mayorías. No hay obsesión por ganar elecciones democráticas, tomar el poder y producir cambios libertarios.
Los liberales de hoy transan con los “líderes populistas”, como les llaman, para conseguir alguna privatización, medrar con alguna zona libre de regulación. Los liberales de hoy son los políticos del poder prestado.
Los liberales de ahora rechazan lo colectivista. Entonces ¿cómo le van a hablar al pueblo? Los liberales de hoy no tienen un himno a la libertad que canten todos…
Actualmente, el liberalismo se ha quedado encerrado en sus propias contradicciones teóricas. Si no es capaz de revisar su base teórica, el liberalismo seguirá perdiendo las batallas democráticas. Ahora es necesario atacar las bases mismas del pensamiento liberal hasta ponerlos incómodos, hasta que abran su mente a nuevas formas de defender la libertad. En el principio de la lucha por la libertad está la política, muy a pesar de lo que sostengan los neoliberales de hoy.
El liberalismo erró el camino cuando adoptó a Hobbes y despreció a Aristóteles. Desde allá viene el origen, a mi juicio, de los extravíos ideológicos actuales y los excesos de los liberales y los neoliberales.
John Locke es el padre del liberalismo. Aunque quita dramatismo a los planteamientos hobbesianos, sigue la línea de que el hombre no es político por naturaleza, sino por conveniencia.
Adam Smith, un siglo después de Locke, incorpora nuevos elementos a la concepción liberal, al justificar el egoísmo como una virtud positiva, de consecuencias positivas para la sociedad. Smith introduce en el ideario liberal una nueva fantasía incapaz de convencer a los desposeídos de la tierra: “No os preocupéis, el devenir natural de la sociedad corregirá estas distorsiones. No tratéis de hacerlo a través de las leyes o la política. Dejad que lo haga el mercado.”
Jeremy Bentham, no fue liberal, sino padre del utilitarismo y mentor ideológico de John Stuart Mill, éste sí liberal decimonónico. Propuso el “utilitarismo democrático”: “Hay que gobernar tratando de lograr la felicidad para el mayor número de personas. Y la felicidad estará dada por lo que la mayoría determina sobre el placer y el dolor.” John Stuart Mill toma estos postulados e intenta introducirlos en la tradición liberal.
Mill, junto con Tocqueville y los demás autores liberales de su tiempo, debieron atender novedosas características políticas, como era la tendencia democrática que, desde Rousseau y los jacobinos en Europa y las nuevas estructuras constitucionales de América, había adquirido una fuerza inusitada.
Ya en al siglo XX, John Rawls, uno de los más célebres autores liberales pregunta: “¿Cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales que aparecen divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles?”
En paralelo, encontramos a los anarcoliberales, que no están dispuestos a negociar con la democracia mayores márgenes de igualdad, y buscan asegurar la libertad, neutralizándola completamente de la política.
Ningún liberal se había animado a tanto. En ellos, el concepto de Estado desaparece o disminuye, como “empresa de bienes y servicios” cuya única misión es velar por la protección de los derechos individuales.
Es, por ejemplo, la conclusión de la teoría de los derechos de Nozick en la que “un Estado mínimo, limitado a las estrictas funciones de protección contra la violencia, el robo y el fraude, de cumplimiento de contratos, etc., se justifica. Cualquier Estado más amplio violaría el derecho de las personas de no ser obligadas a hacer ciertas cosas y, por tanto, no se justifica”.
Las propuestas de Friedman y sus neoliberales es similar: sustituir el poder del Estado por el de los empresarios y la libre empresa y convertir las relaciones sociales en relaciones económicas. Un liberal dogmático, un anarcoliberal, exigirá que el Estado no se entrometa, en ninguno de los casos.
Los liberales necesitan forjar dirigentes comunitarios que desarrollen su liderazgo con una profunda fe en la libertad humana.
“Dirigente se nace”, respondió un filósofo cuando se le planteó la necesidad de formar una nueva generación de dirigentes con esa impronta. Después sentenció: “Lo que ocurre es que los liberales no los dejamos nacer; estamos abortando dirigentes desde la concepción.”
Desde muy niños se enciende una pequeña llama en el corazón de los dirigentes. Se los ve venir: tienen fuerza, son entrometidos, cuestionan, organizan, lideran. Pero el colegio apaga la llama… La acción letal se produce cuando se influencia y nutre a esos dirigentes potenciales con “el pensamiento liberal” que aquí analizamos brevemente.
Esos dirigentes, adolescentes y jóvenes, en su corazón, y de forma espontánea, sienten solidaridad con los más pobres y humildes, con aquellos que sufren todo tipo de injusticia. Pero son adoctrinados por “el pensamiento liberal”.
Esos “dirigentes”, a los veinte años, ya priorizan “la defensa del mercado y el orden económico liberal”.
Los liberales de hoy no tienen proyecto común. El proyecto neoliberal es reaccionario. Y con cada reacción, sus dirigentes van atrofiando su propio liderazgo.
Tanto recelo al “populismo”, los hace impopulares; incapaces de sentirse parte de la gente común. Subestiman a las mayorías y se encierran en las minorías. Sofistican su lenguaje. Son tan antipáticos que llegan a concluir que son interesadas hasta las acciones solidarias que sus compañeros de generación desarrollan espontáneamente.
Los neoliberales están intoxicados. Así, serán incapaces de entender que deben sacrificar la comodidad personal de su vida privada por la causa de la libertad. Los “formadores de liberales” se han convertido en máquina de abortar líderes de mayorías.
Los neoliberales se han limitado a defender la apertura de la economía y la potenciación de su competitividad, la desregulación y la visión de la globalización como una oportunidad, pero no prestan suficiente atención a las bases filosóficas de la lucha por la libertad.
Las bases filosóficas liberales entregan ideas y principios, vertebran el discurso de interacción diaria con el ciudadano común.
Los neoliberales seguirán tratando de justificar por qué pierden elecciones. Se ubicaron en la derecha, en la reacción, y el triunfo de la reacción es moralmente imposible, según el principio liberal juarista.
Es hora de que los neoliberales respondan qué están haciendo por la libertad. Muchos congresos, cursos y conferencias, libros y ensayos, muchos poderes fácticos, pero sin militancia y sin mayorías.
Siempre he sido un defensor apasionado de la libertad. Puedo declararme liberal, en la tradición más clásica de ese pensamiento filosófico, pero no puedo ser neoliberal como los liberales de hoy. ¡Hasta siempre!

Clic para comentar

You must be logged in to post a comment Login

Leave a Reply

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

Published

on

By

Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto