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EL CAMPO NI ES COMO LO VE SARMIENTOpor VICTOR QUINTANA SILVEIRA

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EL CAMPO NO ES COMO LO VE SARMIENTO.

Por: Víctor M. Quintana S.

 

Entre lo mucho se ha escrito sobre los veinte años de la vigencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), queremos comentar, por la difusión que han tenido, dos artículos del periodista Sergio Sarmiento,. El primero fechado a 3 de enero se titula “TLC de pesadilla”, el segundo, el ocho del mismo mes,  “Tirar dinero al campo”. En ellos el autor, a pesar de que maneja algunos datos duros, cae en los lugares comunes que emplean reiteradamente quienes opinan del campo desde afuera.

 

En la primera  entrega Sarmiento critica a quienes consideran al TLCAN como “una pesadilla”, pues según él, el poco progreso que hemos tenido los últimos 20 años se debe al TLCAN y a otros tratados: gracias a ellos crecieron el comercio, la producción y las exportaciones. Argumenta que  es un engaño atribuir al tratado la pobreza y aunque el sector agropecuario creció durante estos veinte años menos que la economía en su conjunto, es un hecho que sus exportaciones y su producción  se incrementaron. En la segunda entrega califica como un “tirar el dinero” lo gastado o invertido en el campo, pues mientras el presupuesto se ha aumentado en un 500% en veinte años, la producción de los 52 principales cultivos, apenas en un 50%. Para él ni la falta de productividad, crónica en el sector,  ni la pobreza se superarán con el gasto así manejado y el obstáculo para hacer un campo productivo, es la Ley Agraria pues atenta contra los derechos de propiedad y propicia la fragmentación del territorio.

 

Ciertamente el sector agropecuario ha  crecido a menor ritmo que la economía en su conjunto a partir del TLCAN, pero no sólo: su aporte al producto nacional bruto ha disminuido en términos porcentuales y se ha disminuido sensiblemente la producción de alimentos básicos: oleaginosas, frijol y trigo. Si bien se incrementaron espectacularmente las exportaciones agroalimentarias, también lo hicieron las importaciones de tal manera que la balanza comercial agroalimentaria en estos años es deficitaria en más de 45 mil millones de dólares.  Ahora exportamos más tomate, cerveza, tequila, aguacate y frutas tropicales, productos casi todos en manos de un puñado de empresas trasnacionales;  lo que importamos son alimentos básicos: maíz, carne, leche, arroz, trigo, entre otros, y de nuevo, las importaciones están controladas también por un puñado de grandes empresas como Maseca, Bimbo, Lala, etc. No han sido beneficiados, pues,  los productores campesinos y los pequeños productores en general que cosechan sobre todo granos básicos y oleaginosas; al contrario, tienen que competir con lo que se importa a preciodumping. La concentración de la exportación e importación de bienes agroalimentarios sólo ha beneficiado a un puñado de empresas y ha hecho quebrar decenas de miles de explotaciones campesinas, al punto que desde el inicio del tratado se ha perdido cerca del 20% del empleo rural.

 

El que el presupuesto destinado  al campo sea un “tirar el dinero”, como dice Sarmiento, es un lugar común que hay que deconstruir con precisión. Ciertamente el presupuesto de SAGARPA y del Programa Especial Concurrente que conjunta todo lo que las dependencias federales invierten o gastan en el medio rural, se ha incrementado en la proporción que Sarmiento señala, pero no de manera pareja. Hay una economía política de ese tiradero, es decir, el dinero para el campo no se tira, sino que se canaliza para fines y para beneficiarios muy concretos y muy reducidos, por cierto. Algunos datos: sólo el 4 por ciento de las 5.5 millones de unidades de producción agropecuaria, accede al crédito; el 10 por ciento de los productores agropecuarios, los de riego, los más ricos,  concentra el 60% de los subsidios. El gasto público agrícola se concentra en los estados más ricos: Sinaloa, Tamaulipas, Chihuahua, Jalisco y Sonora, que juntos se llevan casi el 40% del gasto. En cuanto a productores, el diez por ciento más pobre recibe cuando más un 2.9% del subsidio Procampo y un 0.1% del subsidio ingreso-objetivo; mientras que el 10% más rico recibe un 41.8 y hasta un 89 por ciento, respectivamente. (John Scott, “Subsidios para la desigualdad”). Entonces la mayor parte del dinero para el campo que se ha “tirado” para beneficiar a los productores y regiones más ricas, para hacerlas más productivas; en cambio, los productores y regiones más pobres han recibido en su mayoría programas asistenciales, como Oportunidades, para subsistir, no para desarrollar sus capacidades productivas.

 

Por otro lado, con la contrarreforma agraria de Salinas en 1992, se dijo se pretendían los objetivos que Sarmiento ahora propone, como dar seguridad jurídica a la tenencia de la tierra, permitir el arrendamiento y venta de la tierra para capitalizarla y evitar la fragmentación, etc. Con respecto a estas reformas, las organizaciones campesinas argumentan que las tierras que antes producían alimentos para los mexicanos, han sido adquiridas o arrendadas por los capitalistas para la siembra de productos de exportación, proyectos turísticos o inmobiliarios; los recursos mineros, que antes fueron de los mexicanos, están en poder de trasnacionales, principalmente canadienses; el agua, indispensable para la vida, está yendo a parar a empresas privadas que la convierten en mercancía. Para quienes han querido hacer negocio en el campo desde 1994, la ley no ha representado ningún obstáculo. Que se quiera volver a reformar para dejar aun más indefensas a las comunidades ante las trasnacionales es seguramente lo que pretende Peña Nieto con su anunciada reforma al campo y opiniones como la de Sarmiento abonan en ese sentido.

 

A pesar de todo hay dos verdades sólidas en toda la tinta que ha corrido estos días. Nadie niega, primero, que la situación del campo, sobre todo de las mayorías campesinas sigue deteriorándose y, segundo, que las políticas públicas hacia el sector por lo menos los últimos veinte años, han sido causa eficiente de dicho deterioro.

 

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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