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PARADOJAS DE LAS ELECCIONES por VICTOR OROZCO O.

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PARADOJAS DE LAS ELECCIONES
Los mexicanos vivimos una curiosa paradoja: estábamos ansiosos por tener elecciones creíbles y ahora la mayoría no quiere votar, básicamente por el descrédito en que han caído los comicios. A los ojos de una buena porción de la ciudadanía, éstos han servido para elevar a camarillas de pillos en la burocracia estatal. Y también, para la formación de organismos con el nombre de partidos, que en esencia son empresas privadas constituidas para el asalto del erario público. El solo pensar, por ejemplo, en los diputados y senadores del “partido” verde provoca náuseas. Igual en las cohortes de funcionarios rateros encumbrados por siglas de diferentes colores.Existe otra vertiente de la contradicción, quizá de mayor relevancia. Hasta hoy, las elecciones representan la única forma viable de acceder al poder político y por tanto, de impulsar transformaciones generales, la primera, acabar con la corrupción de la clase política. Pero, el desprestigio de los postulados a los puestos públicos es tanto, que arrastra consigo a candidatos honestos y capaces de encabezar u operar estos cambios. Estas raras aves del escenario político bregan contra corriente. Su llamado a votar, a no abandonar las urnas, a confiar de nuevo, es como una voz apenas audible en el vendaval de la desconfianza y en la marea de mercadotecnia y compra de voluntades. De hecho, buena parte de los electores, aplican la filosofía del viejo refrán “Dime con quien andas y te diré quien eres”: si buscas el voto has de ser igual de mentiroso, engañador y ladrón que todos. Las paradojas enunciadas tienen una historia larga. Durante décadas un grueso sector de la sociedad mexicana aspiró a tener elecciones. Es más, la revolución de 1910 comenzó con una gran agitación nacional por el fraude cometido en los comicios federales de ese mismo año. A su triunfo, el estado asumió como lema oficial el de “Sufragio efectivo. No reelección” y Francisco I Madero, quien lo personificó, se convirtió en el “Apóstol de la Democracia”, objeto de mil y un homenajes así como de loas oficiales interminables. Tanto así había calado el viejo anhelo de nombrar a los gobernantes mediante el voto popular. El gozo muy pronto se vino al pozo, porque los gobiernos sucesivos al movimiento armado, enterraron rápidamente la ilusión decimonónica de la democracia electoral. Las corporaciones (obreras, campesinas, patronales, populares) integradas en el partido oficial (PNR, PRM y PRI) aplastaron el voto ciudadano, que nunca pudo alzar cabeza en casi setenta anos desde 1929 en que se fundó la máquina electoral del gobierno. A partir de 1988 se inició una nueva etapa política en el país. En sucesivas reformas constitucionales y legales, la de mayor calado en 1996, se abrieron los órganos del estado a la oposición. En 1997 el PRI perdió la mayoría en el congreso, el gobierno del Distrito Federal y en 2000 la presidencia de la República. Las esperanzas concitadas por estos hechos, dieron pie a un ferviente optimismo y subrayo el adjetivo, porque descansaba en la fe, antes que en la razón. De allí en adelante, se creía, participaríamos en justas electorales cuya influencia benéfica acabaría por dotarnos de un mejor país, se irradiaría a todos los rincones sociales y gracias a ella derrotaríamos definitivamente a la corrupción. Pero, la casi panacea electoral llegó quizá tarde, quizá mocha, quizá sólo fue un espejismo. Peores males se afincaron: crecieron como nunca la pobreza y la marginación, se entronizó la violencia delictiva y las bandas de matones pudieron controlar municipios e imponer su propia ley, es decir la del más fuerte. La corrupción alcanzó niveles apenas sospechados, desde el modesto funcionario hasta la cúspide de la pirámide estatal. En este panorama, nos quedamos con las elecciones como el anhelado instrumento para lograr cambios. Pero muy poco hemos podido hacer con tal herramienta. La gran novedad de la última década del siglo XX, fue el Partido de la Revolución Democrática, agrupación en la que se incluyeron los disidentes del PRI mas prácticamente todas las corrientes izquierdistas. En el horizonte de aquellos años se dibujaba una poderosa organización socialdemócrata o algo parecido, que desplegara las banderas del reparto de la riqueza, la construcción de un estado protector de las garantías sociales e individuales, la defensa de los intereses nacionales frente a los consorcios y gobiernos del capitalismo mundial, la preservación y despliegue del patrimonio legado por el liberalismo histórico mexicano, como los derechos humanos, el estado laico, la austeridad republicana. El PAN, por su parte, viejo en la brega por el respeto al voto, aportaba a esta nueva fase una derecha moderna, democrática, comprometida en la lucha contra los gobiernos corruptos. Ambos fallaron. El de centro-izquierda, derivó hasta convertirse en un cenáculo de dirigentes de familias políticas que entre una zancadilla y otra se reparten los puestos públicos. Nada del programa histórico con el cual nació el PRD ha quedado en los hechos. El de centro-derecha, claudicó en sus dos principios centrales, blandidos con orgullo sobre todo en la clases medias: la democracia y la honestidad. Tuvo la oportunidad de ponerlos en acto desde las cimas del poder. Pero en 2004 primero y luego en 2006 traicionó al primero y en los doce años de ejercicio presidencial, no depuró un ápice del corrupto Estado que heredó, sino que éste se ennegreció aún más con los negocios entre funcionarios y empresarios o contratistas privados. Y, sus tiempos fueron los de las cien mil muertes, ocurridos en una guerra oscura en la cual se confundieran siempre las fronteras entre policías y criminales, quienes tuvieron manga ancha para robar, secuestrar y extorsionar. Todo esto posibilitó el retorno triunfal del PRI. Del peor PRI. Corrupto hasta la médula. Entreguista de los recursos nacionales al capital, aliado de los destructores del medio ambiente. Cómplice de la narcoviolencia. Con sus hombres de gobierno frívolos, ineptos e ignorantes. Por eso, algunos, con cierto dejo de cinismo afirman que estábamos mejor cuando estábamos peor. Estos hechos explican parte del origen de las paradojas electorales que vivimos en el presente. También dan cuenta de la razón por la cual ha disminuido o desaparecido el “voto duro”, antaño la fortaleza de las corrientes políticas. Nada hay que nos haga apostar con los ojos tapados por unos colores partidarios. Ni diferencias ideológicas o programáticas, ni distintivos en la formación de sus liderazgos, ni confianza en la solidez de la organización política para responder por las fallas de los individuos, menos aún sobrevive el viejo orgullo de portar los estandartes del Partido, con mayúscula. Vivimos una noche en la cual todos los gatos son pardos. Por mi parte, votaré por candidatos antes que por partidos. La única esperanza es el trabajo y los antecedentes de algunos hombres y mujeres decididos a empeñar su tiempo y esfuerzos en las elecciones primero y luego en la defensa de los intereses colectivos. Un puñado apenas en la masa de negociantes que colmará la cámara de diputados.

 

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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