Sofía, un bebé nacido en Oakland, la ciudad vecina de San Francisco, gatea por la casa con su pañal inteligente. Lo lleva casi desde que nació y ya cumplió seis meses. El pañal, que a primera vista parece normal, analiza los fluidos que se depositan en él y expone los resultados en una pequeña pantalla en su parte frontal que los padres escanean con su celular. El pañal envía datos de riesgo de deshidratación, infecciones de orina o problemas renales.
Al bebé también se le miden la calidad del sueño y las veces que se mueve en la cama. Cuando se queda quieta durante más de 20 segundos a sus padres les llega una alerta al teléfono. Puede ser una situación de emergencia. O no. Pero la alerta suena en cualquier caso. Para el mercado tecnológico, los padres primerizos, paranoicos e inseguros son una auténtica mina de oro. Por las mañanas, mientras la madre de Sofía prepara el desayuno, el móvil le avisa: “En 45 minutos Sofía empezará a despertarse”. Tiene que darse prisa.
En San Francisco, recientemente, se agotaron los dispositivos Sproutling solo con los encargos previos a su salida a venta. Sproutling es un monitor para bebés con forma de corazón que se coloca como una tobillera, mide la temperatura, la frecuencia cardiaca, los movimientos mientras el bebé duerme, la temperatura y la luz de la habitación. Como no podía ser de otra manera está sincronizado al teléfono, IOS o Android, y allí manda todas las notificaciones.
El caldo de cultivo ya está listo. Los padres y madres que no se lo piensan dos veces antes de atar a su bebé a un dispositivo que vomita todo tipo de datos susceptibles de ser medidos y comparados en Internet son personas que buscan, como casi todos, el bienestar de sus hijos.
En general, se fían de esta tecnología porque la han usado, usualmente han llevado o llevan una pulsera o algún tipo de dispositivo para rastrear sus constantes vitales. Y este hábito les ha ayudado a optimizar su modo de vida o al menos eso consideran.
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