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Opinión

¿Cómo deben respetarse los derechos constitucionales? Por Aquiles Córdova Morán

En el libro que el Licenciado Enrique Peña Nieto publicó a fines de 2011 (bastante bien escrito, por cierto, comparado con la literatura chatarra que suele abundar en épocas electorales), en el capítulo 2 titulado Lograr una “democracia de resultados”, hay varias ideas, a mi juicio certeras, de las cuales entresaco lo siguiente:

“Sin embargo, vivir en democracia no es sólo lograr la igualdad ante las urnas, sino lograr una igualdad de oportunidades ante la vida”. “Por ello, hoy, la cuestión central es hacer que a través de la democracia se logren distribuir los frutos del desarrollo de manera más equitativa (subrayado de ACM) y garantizar la universalidad de los derechos constitucionales”.

Con el permiso del autor, me atrevo a insertar aquí mi propia reflexión sobre el asunto. De acuerdo en que urge garantizar la universalidad de los derechos constitucionales, pues sin eso no puede construirse una sociedad más equitativa; pero, según el hilo de su propio discurso, lo verdaderamente inaplazable son los derechos que nos lleven a una “democracia de resultados”, o sea, en términos del propio autor, que nos permitan “distribuir los frutos del desarrollo de manera más equitativa”. Planteada la cuestión en estos términos, la pregunta que se antoja natural sería: ¿existen ya esos derechos (algunos de ellos cuando menos) en nuestra Constitución y en las leyes que de ella se derivan, o hay que crearlos todavía? Es decir, ¿estamos frente a un problema legislativo o frente un problema de aplicación y respeto irrestrictos de tales garantías por parte de quienes tienen el deber de hacerlo?

Desde mi punto de vista, existen ya hoy, en la legislación teóricamente vigente, algunos de los derechos básicos para lograr una mejor distribución de la renta nacional, como son: el derecho al empleo, el derecho a un salario remunerador, el derecho a una vivienda digna, el derecho a la salud y a una educación de calidad, el derecho a una política fiscal que distribuya equitativamente la carga tributaria entre los ciudadanos, entre otros. Y hay más. Nuestra ley de leyes estatuye con suficiente claridad derechos que resultan indispensables para que el ciudadano (y ciudadana) común y corriente pueda acortar la inmensa distancia, entre él y quienes lo gobiernan, en materia de arbitrios para hacer valer y respetar su voluntad, sus intereses y las funciones que la ley le asigna. Tal inmensa distancia demanda que el hombre de la calle disponga de medios legales para hacer crecer su estatura política hasta lograr hacerse oír del poderoso cuando reclama respeto y cumplimiento a sus garantías, en primer término las que conducen a la igualdad de oportunidades y al reparto equitativo de la renta nacional. Me refiero a los derechos de agrupación, de organización, de petición y de manifestación pública.

Y si así es, la siguiente pregunta es: ¿por qué no tenemos todavía una democracia de resultados? Sencillamente porque ningún gobernante, hasta hoy, sin distinción de nivel de gobierno, partido o cargo público, se ha molestado en serio por aplicar, respetar y hacer respetar, los derechos sociales a que me he referido antes. Es decir, que si yo entiendo bien el texto del licenciado Peña Nieto, no estamos ante un problema legislativo, sino ante un problema de incumplimiento de la ley por parte de quienes han jurado cumplirla; ante un problema de falta de compromiso vital con el contenido profundo de la democracia y no sólo con la forma, buena sólo para los discursos. Y en este hecho se revela todo el inmenso daño que hacen a la paz y a la estabilidad sociales quienes no respetan el precario sistema de pesos y contrapesos que dicta la Constitución a través de derechos como el de organización y manifestación pública. La tremenda desigualdad social en que vivimos es fruto directo del desbalance de fuerzas entre gobernante y gobernados, pues para el primero todo el poder y los recursos; para el segundo ni siquiera el así llamado burlonamente “derecho al pataleo”.

Doy dos elementos de prueba. Al menor indicio de protesta pública de Antorcha Campesina, se desata en su contra un chaparrón insoportable de injurias, tergiversaciones, calumnias descaradas e imputaciones grotescas, exigiendo cárcel y casi el pelotón de fusilamiento para los líderes, por parte de salivosos locutores que no son sino la boca de ganso de sus poderosos amos. Se trata de sofocar a toda costa el derecho a la protesta social, un derecho cuyo carácter constitucional nadie se atreve a negar. Y no hay, ni ha habido jamás, una sola voz honrada, de los propios medios, de la burocracia gobernante, de los partidos o del poder judicial, que haya protestado por ese ataque a la Carta Magna y que haya defendido, no a los antorchistas, que eso sería mucho pedir, sino los derechos constitucionales de reunión, organización y manifestación pública. Ítem más: ahora mismo, mientras escribo estas líneas, los antorchistas de Sinaloa cumplen 40 días plantados frente a las oficinas del gobernador Mario López Valdés; los de Tamaulipas, 42 días frente a las oficinas de Egidio Torre Cantú; los de Hidalgo, 35 días frente a las oficinas de Francisco Olvera Ruíz, y los de Baja California Sur, 27 días frente al gobierno de aquel estado. Todos solicitan una solución justiciera a carencias lacerantes y ofensivas para el país entero, nacidas, precisamente, de la ausencia de una “democracia de resultados”.

La respuesta en todos los casos es la misma: arrogancia, prepotencia y menosprecio expresado en forma de: “ni los veo ni los oigo”. A eso se suma la burla sádica: mi gobierno es respetuoso del derecho a la manifestación pública, dicen todos, prueba de ello es que “esos señores” llevan tantos días en plantón y nadie los ha molestado. ¿Es así como hay que respetar los derechos ciudadanos? ¿Esos derechos son para que el pueblo se haga viejo en sus demandas sin ningún resultado? ¿El sentido común no dice a esos gobernadores que respetar el derecho de protesta es, precisamente, atender y resolver las demandas de quienes protestan? Se burlan. Pero a buen seguro que no se dan cuenta que no de Antorcha, sino de la Constitución y de la “democracia de resultados”. Por eso termino con otra cita del mismo libro y con una ingenua pregunta a su autor. La cita dice así:

“En México, la desilusión con la democracia es preocupante. De acuerdo con la encuesta Latinobarómetro 2010, nuestro país tiene el nivel más bajo de satisfacción con esta forma de gobierno en América Latina (Tabla 1). Únicamente 27% de los mexicanos se dice satisfecho con la democracia, mientras que el promedio de satisfacción de la región es de 44%”. Y así es. No hay democracia que valga, en efecto, si no da qué comer y qué vestir a sus ciudadanos. Pregunta: ¿es muy prematuro, señor Presidente electo, hacer saber esto a los gobernadores que cito, que con toda seguridad no han leído su libro? Pienso que sería oportuno dar al país el mensaje de que la “democracia de resultados”, esta vez, sí va en serio.

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Opinión

León. Por Raúl Saucedo

La estrategia de la supervivencia

El pontificado de León XIII se desplegó en un tablero político europeo en ebullición. La unificación italiana, que culminó con la pérdida de los Estados Pontificios, dejó una herida abierta.

Lejos de replegarse, León XIII orquestó una diplomacia sutil y multifacética. Buscó alianzas —incluso improbables— para defender los intereses de la Iglesia. Su acercamiento a la Alemania de Bismarck, por ejemplo, fue un movimiento pragmático para contrarrestar la influencia de la Tercera República Francesa, percibida como hostil.

Rerum Novarum no fue solo un documento social, sino una intervención política estratégica. Al ofrecer una alternativa al socialismo marxista y al liberalismo salvaje, León XIII buscó ganar influencia entre la creciente clase obrera, producto de la Revolución Industrial. La Iglesia se posicionó como mediadora, un actor crucial en la resolución de la “cuestión social”. Su llamado a la justicia y la equidad resonó más allá de los círculos católicos, influyendo en la legislación laboral de varios países.

León XIII comprendió el poder de la prensa y de la opinión pública. Fomentó la creación de periódicos y revistas católicas, con el objetivo de influir en el debate público. Su apertura a la investigación histórica, al permitir el acceso a los archivos vaticanos, también fue un movimiento político, orientado a proyectar una imagen de la Iglesia como defensora de la verdad y del conocimiento.

Ahora, trasladémonos al siglo XXI. Un nuevo papa —León XIV— se enfrentaría a un panorama político global fragmentado y polarizado. La crisis de la democracia liberal, el auge de los populismos y el resurgimiento de los nacionalismos plantean desafíos inéditos.

El Vaticano, como actor global en un mundo multipolar, debería —bajo el liderazgo de León XIV— navegar las relaciones con potencias emergentes como China e India, sin descuidar el diálogo con Estados Unidos y Europa. La diplomacia vaticana podría desempeñar un papel crucial en la mediación de conflictos regionales, como la situación en Ucrania o las tensiones en Medio Oriente.

La nueva “cuestión social”: la desigualdad económica, exacerbada por la globalización y la automatización, exige una respuesta política. Un León XIV podría abogar por un nuevo pacto social que garantice derechos laborales, acceso a la educación y a la salud, y una distribución más justa de la riqueza. Su voz podría influir en el debate sobre la renta básica universal, la tributación de las grandes corporaciones y la regulación de la economía digital.

La ética en la era digital: la desinformación, la manipulación algorítmica y la vigilancia masiva representan serias amenazas para la democracia y los derechos humanos. León XIV podría liderar un debate global sobre la ética de la inteligencia artificial, la protección de la privacidad y el uso responsable de las redes sociales. Podría abogar por una gobernanza democrática de la tecnología, que priorice el bien común sobre los intereses privados.

El futuro de la Unión Europea: con la disminución de la fe en Europa, el papel del Vaticano se vuelve más complejo en la política continental. León XIV podría ser un actor clave en la promoción de los valores fundacionales de la Unión, y contribuir a dar forma a un futuro donde la fe y la razón trabajen juntas.

Un León XIV, por lo tanto, necesitaría ser un estratega político astuto, un líder moral visionario y un comunicador eficaz. Su misión sería conducir a la Iglesia —y al mundo— a través de un período de profunda incertidumbre, defendiendo la dignidad humana, la justicia social y la paz global.

Para algunos, el nombramiento de un nuevo papa puede significar la renovación de su fe; para otros, un evento geopolítico que suma un nuevo actor a la mesa de este mundo surrealista.

@Raul_Saucedo

rsaucedo.07@uach.mx

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