Hay un país en África cuya población está en condiciones de dar una lección de humanidad a Occidente. No es demagogia, es pura estadística.
Ese país sin salida al mar es uno de los más pobres del mundo, en ese país la esperanza de vida es de 51 años, en ese país solo la mitad de la población tiene acceso al agua potable y más de tres millones de personas están en situación de inseguridad alimentaria.
Y, pese a todo, ese país de 13 millones de habitantes, lastrado por la corrupción, el terrorismo de Boko Haram y la caída del precio del petróleo, comparte de forma silenciosa sus escasos recursos con más de 645.000 desplazados que huyen o han huido de la guerra en las naciones vecinas. Ese país es Chad, tiene el mismo presidente, Idriss Déby, desde 1990 y, como noveno Estado del mundo con más migrantes dentro de sus fronteras, ha asistido como el hermano pobre al regateo de 120.000 asilados protagonizado por la próspera Europa en nombre de sus 500 millones de ciudadanos.
«Somos conscientes de la situación en otras partes del mundo, pero estamos muy necesitados de ayuda. Chad no puede contener solo esta situación», dice Mahamat Ali Hassane, gobernador del Moyen-Chari, una de las regiones que más refugiados y repatriados acoge por el conflicto de la República Centroafricana y que EL PAÍS ha visitado invitado por Oxfam Intermón y ECHO, la oficina de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea.
Tras una sucesión de guerras, invasiones y dictaduras, la que fue colonia francesa hasta 1960 —hoy en el puesto 184º de 187 del índice de desarrollo humano de Naciones Unidas— ha vivido en los últimos años la frágil estabilidad propia de un Estado fallido, seriamente amenazada además por el polvorín bélico que le circunda desde hace décadas y la crisis migratoria que lleva aparejada. No hay uno solo de los puntos cardinales de sus fronteras ajeno al fenómeno, porque no hay una sola de sus fronteras libre de conflicto.
En el norte, la pesadilla libia y la batalla por los recursos y el tráfico de armas; en el sur, los sanguinarios combates entre las milicias cristianas anti-Balaka y las musulmanas Séléka en la República Centroafricana, en las que se vieron implicados soldados chadianos, supuestamente encargados de contribuir a estabilizar la guerra y acusados en 2014 de atizarla al ponerse de parte de los rebeldes musulmanes; en el oeste, el terrorismo de Boko Haram que ha traspasado Nigeria para adentrarse en Camerún y el lago Chad, y en el este, sin tocar la línea fronteriza y pasado lo peor del conflicto racial entre árabes y negros en Sudán, Sudán del Sur, que trata de salir de la guerra civil.
El País