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EL PODER JUDICIAL, DESTRUIDO POR EL AUTORITARISMO. por VICTOR M. QUINTANA SILVEIRA

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EL PODER JUDICIAL, DESTRUIDO POR EL AUTORITARISMO

Por: Víctor M. Quintana S.

No es López Obrador, son los gobiernos priístas  quienes mandan al diablo a  las instituciones. La transición a la democracia está atorada en México porque en lugar de destituir el autoritarismo, es el autoritarismo quien destruye las instituciones democráticas. Los caprichos y desplantes del gobernador César Duarte han sumido a Chihuahua en la más grave crisis institucional de que se tenga memoria. No sólo se trata del total sometimiento de los poderes al Jefe del Ejecutivo del Estado, sino de la abyección, la pérdida de toda legitimidad, del más espantoso ridículo que sufre lo que era el Poder Judicial del Estado.

El martes 5,  el Supremo Tribunal de Justicia se vio como el escudo de los Habsburgo: con dos cabezas. Un presidente con licencia que dice ya la cumplió y reclama la presidencia con todo y oficina; y otro presidente en funciones que no se quiere levantar de la silla. Ambos originarios de Parral, paisanos y  en su momento, designados por César Duarte con la connivencia, o más bien, obediencia del pleno del Supremo Tribunal y del Congreso del Estado.

La sumisión del Poder Judicial al Gobernador Duarte es cosa ya sabida,  pero los hechos más recientes lo que demuestran es una voluntad de aniquilar este poder, de exhibirlo como un títere del Ejecutivo. El 8 de diciembre pasado, el entonces presidente del TSJ, Miguel Salcido Romero pidió licencia de su cargo por haber sido designado Secretario de Educación por el Gobernador. En su lugar fue “electo” por el pleno el magistrado Gabriel Sepúlveda. Hay que aclarar que tanto éste como otro diputado priísta de la anterior legislatura, más otros once, entre ellos dos apoyados por Acción Nacional en el Congreso, entraron con calzador y al vapor al ser retirados “voluntariamente” trece magistrados no hace ni dos años por designios del Palacio de Gobierno.

La caída de Salcido de la Presidencia del Judicial a la Secretaría de Educación y Cultura fue interpretada como una represalia del gobernador, por no haber aquel aceptado recibir la obra de la recién inaugurada Ciudad Judicial (“la más grande de Latinoamérica”, whatever that means). Obra que superó en mucho el presupuesto inicial, se entregó con bastante retraso y presenta serias fallas y vicios en su construcción.

Salcido no se resignó y el martes 5 estalló una resonada –aunque efímera- rebelión contra quien lo suplió en el TSJ. En conferencia de prensa manifestó que dejaba la Secretaría de Educación y Cultura y volvía a la presidencia pues así se lo había pedido el pleno de los magistrados, ante las graves deficiencias y retrasos mostradas en la conducción del Poder Judicial, y  declaró: “La prioridad es restablecer el orden de poder judicial y restablecer una administración racional trasparente con un uso apegado a derecho de los recursos públicos a partir de hoy”.

Sin embargo, el presidente en funciones no cedió e incluso mandó personal de seguridad para evitar el ingreso de Salcido a la flamante y ya muy achacosa Ciudad Judicial. Parecería que todo se precipitaba hacia un choque de trenes…pero la montaña gimiente sólo parió un ratón. El dócil pleno del Tribunal se reunió, ratificó a Sepúlveda como presidente hasta que termine el (eterno) sexenio y manifestó que Salcido regresaba pero sólo como magistrado. Poco después, Salcido acudió a  entrevistarse con Duarte y al finalizar ambos manifestaron su voluntad de solucionar el problema y  “fortalecer las instituciones”. Pero el sainete no tuvo el final feliz que se esperaba, pues el miércoles, Salcido declaró que renuncia al Poder Judicial y firmó su solicitud de jubilación en Pensiones Civiles del Estado. En menos de tres años, fue ascendido a la cima y  precipitado a la sima por los designios del gobernador. Lo peor es  que con el se derrumbó la poca credibilidad que restaba al Poder Judicial en Chihuahua

Todo esto se da en el contexto del arranque de la contienda por la gubernatura del estado. En la que ha quedado muy claro que Duarte impuso su aplanadora para imponer el pacto que le permita total impunidad en los malos manejos de los recursos públicos, en el desastre financiero en que deja a Chihuahua y en la baja de la mayoría de los indicadores de desempeño del gobierno.

Lo malo es que todo esto no sólo sucede en Chihuahua.  La destrucción de las instituciones pilares de la democracia, la implantación de dictaduras regionales, el saqueo sistemático de los fondos públicos, es la estrategia que  Peña Nieto, el PRI y sus aliados están implementando para repetir el ciclo de impunidad, corrupción  y antidemocracia en el 2018. Ya es hora de pararlos.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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