Vistiendo un sombrero de paja, una playera polo y pantalones de mezclilla, Jorge rasga el bulbo de amapola con una navaja de rasurar, dejando caer un líquido pegajoso: es la materia prima de la heroína que alimenta la pujante demanda de adictos en Estados Unidos y es combustible para la constante violencia en México.
Jorge, de 23 años, es propietario de dos parcelas ubicadas a media hora en burro de su pequeña casa en las remotas montañas del estado de Guerrero, una región azotada por una guerra territorial entre cárteles del narcotráfico.
Unas 80 personas, incluyendo mujeres y niños, viven en la improvisada comunidad donde cada familia tiene sus propias parcelas de amapola, un cultivo mucho más lucrativo que cualquier otro.
En la comunidad no hay una plaza o servicios médicos, pero hay una capilla. Los niños caminan una hora a otras comunidades para poder asistir a la escuela. Los pocos cultivos de maíz son para autoconsumo.
Hace unas cuantas noches se pudieron escuchar a distancia disparos de armas de fuego, pero Jorge se quedó como si nada. Así es la vida en las montañas de Guerrero.
«Aquí, si la sembramos, es porque no hay otra cosa. Si uno la siembra es por necesidad», dice Jorge, quien rechazó dar su nombre completo por razones de seguridad. Por la misma razón, la AFP también reserva el nombre de la comunidad.
«Toda la gente aquí la siembra. Aunque digan que es droga, para nosotros es normal. Es como sembrar maíz, tomate, chile», añade el campesino, tras haber trabajado en sus 1,600 metros cuadrados al pie de una colina.
CNNexpansion, Foto Archivo