No ocurrió a las cinco en punto de la tarde, ni en plaza de postín; el nulo trapío de un torete del hierro de Guanamé tampoco destilará versos invaluables y sin embargo, el bicho de marras (castaño claro, ojinegro, capacho de cuerna, escurrido de carnes) se llamó “Pan francés”, al filo de un Cinco de Mayo, fecha que ahora hasta en la Casa Blanca de Washington se festeja como fiesta mexicana al conmemorar precisamente el triunfo decimonónico de la República Mexicana de Benito Juárez contra el ejército invasor de Napoleón III a las faldas de la ciudad de Puebla, tan cerca de Tlaxcala.
La maldición de El Pana
Nadie sabe si Rodolfo Rodríguez El Pana pretendía ejecutar una de sus lánguidas Verónicas en las que desmayaba los brazos adormilados o si le hubiera dado tiempo de girarse de espaldas e intentar una Tafallera, esa rara manera de abrirse de capa que realizó en muchas ocasiones. Incluso, consta que de tanto hacerlo, a El Pana se le hizo fácil pasar de eso a la ejecución del Pase del Imposible con capote, cuando se supone que ese sortilegio era exclusivo del toreo con la muleta. Lo que se sabe es que a Pan francés le bastó darle un tope seco en el tronco de la taleguilla de El Pana y echarlo a volar por los aires como muñeco de trapo pintado por Goya, manteado en una triste metáfora que ha señalado Rubén Amón en estas páginas.
No pocos críticos especializados y aficionados de cepa viven hoy la tragedia con la amarga apostilla de su circunstancia: no se trata de la heroica cornada en la femoral que hizo que Manolete muriera matando y matara muriendo al toro Islero de Miura o la tajada instantánea que dejó el corazón de El Yiyo como un libro abierto sobre la arena de Colmenar Viejo. Es un percance a topacarnero, de frente y sin sangre en la arena que dejó inerte el cuerpo de una leyenda que no merecía salir del ruedo malcargado por improvisados asistentes. Para colmo, la apostilla de esta enrevesada modernidad en la que la proliferación de los llamados antitaurinos confirma que son legión quienes opinan de lo sea sin tener conocimiento de causa y por ende, caer en la vergonzosa celebración de los percances humanos, de la íntima tragedia de vidas absolutamente novelescas que se visten de seda y oro para jugarse la vida como si fueran príncipes de un reino en constante decadencia. La bravura del ganado bravo —así en las vaquillas como en los erales, novillos, toretes como pan francés o toros de imponente trapío— se manifiesta desde la nacencia y si acaso se fardan ahora vídeos en donde vemos bureles que se dejan acariciar por sonrientes villamelones es porque aledaña a la bravura está el riesgoso jugo de la mansedumbre y de todo eso saben los ganaderos de bravo que heredan por lo menos tres siglos de intrincada ingeniería genética donde la sangre brava termina por confirmar lo obvio: todo aquel que se pone delante de un animal en franca embestida horizontal, pretendiendo burlar su encuentro apostado con inmóvil verticalidad (y no bailando un zapateado) se juega la vida. A don Antonio Bienvenida, sabio de encastes y de toda tauromaquia, lo mató una vaquilla con sólo echarlo a volar por los aires quizá sabiendo que la cornada está en la caída, igual que le pasó a Christian Montququiol Nimeño II y al gran Julio Robles.
Rodolfo Rodríguez El Pana se juega la vida cada 24 horas y en el ruedo transmitía el eléctrico paso con el que aletargaba el paseíllo y ese raro don que se llama caminarle a los toros. La tragedia subraya que toda su grandeza emanaba tanto de la quietud como de la movilidad, ya en quites donde se colocaba el capote encima de los hombros como mariposa en acuarela o en banderillas donde la palabra rehilete parecía rimar con ruleta o con las fantásticas faenas de muleta donde ralentizaba el tiempo y todo se ponía en blanco y negro. Pensar que hubo un tiempo en que El Pana entrenaba en Los Viveros de Coyoacán en calzoncillos para que los aspirantes a novillero vieran en sus cicatrices la topografía de todos los dolores que había sobrevivido para vestirse de luces: dos tajadas en la femoral de ambas piernas, la zafena cercenada, el torso cosido en piel queloide… y hoy, la cornada al caer rígido sobre las cervicales, inerte en la arena aunque quizá intuya que lo llevamos en hombros todos los que lo vimos torear entre nubes, con la secreta esperanza que de esta herida también ha de salir por la puerta grande.
El País