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Oferta laboral: Se buscan alcaldes por Carlos Toulet

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Respeta la existencia o espera resistencia”

Carlos Toulet Medina

Carlos Toulet Medina

Apenas la semana pasada me ocupaba en señalar en este espacio que la corrupción ya era una parte taxativa de la gobernabilidad en México, y por ende, de nuestro comportamiento como sociedad. El día de hoy, dedicaremos estas líneas a saludar y confirmar al compañero histórico y cada vez más colorido de la corrupción en este hermoso territorio, hogar de la disparidad social e ideológica, llamado México: La violencia.

Por Carlos Toulet M.

Ambos fenómenos sociales, la corrupción y la violencia, agarraditos de la mano, han evolucionado a través del tiempo –y no solo en México– gracias a las incapacidades que poseemos como sociedad para comportarnos, participar y para exigir o hacer valer un estado de derecho eficiente, riguroso y en igual de circunstancia para todos.

Sin entrar mucho al detalle en la cronología de su evolución, en México nos encontramos con que en la anterior administración 2006-2012, a cargo de Felipe Calderon, se detonó un capitulo violentísimo gracias a la “fortaleza” con la que ex presidente quiso enfrentar al narcotráfico. A mi gusto y creo como al de todos, utilizar la fuerza pública para frenar al narcotráfico –drogas, extorsión, secuestros, trata, tráfico de armas, corridos, narcotelenovelas, etc. –, es una propiedad natural del mismo Estado. Su uso exclusivo para los fines que a la sociedad convengan está legítimo en la ley y sirve, con todas sus letras, para REPRIMIR a quienes no se portan bien y afectan a terceros.

El problema radica en que el Estado se ha mostrado incapaz en la activación y práctica de la represión, porque no es lo mismo tirar balas en Ciudad Juarez a narcotraficantes armados que se dedican al crimen organizado, que apaciguar a zapes a los maestros de la CNTE que tienen aislados a los pobladores de Oaxaca, que generan crisis en materia de salubridad y alimentación en poblaciones específicas y  que aparte arman la barahúnda vial en zonas metropolitanas del país. ¿Me explico?

Si quieren le ponemos colores.

Cuando de azul andábamos, el Estado se presumía fuerte, firme en la búsqueda de aplicar justicia a quienes actúan fuera de la ley, más imperaba el luto colateral de una sociedad gravemente herida sin deberla ni temerla, por una guerra que si bien nadie pidió, se dio sin mayores resultados a favor.

Pero hoy que de tricolor andamos, la cara del Estado luce más a tintes vulnerables por falta de credibilidad en las instituciones, falta de capacidades técnicas y de inteligencia para actuar eficientemente ante la violencia, pero sobre todo falta de carácter para actuar ante los estridentes manifestantes que incentivan la violencia, exponiéndoles cual débiles los vemos hoy. Gracias a esto, la inercia del crimen se agudiza continuamente.

Pareciera que mientras más se combate la violencia, más violencia se presenta. Existe mucho odio y resentimiento en el país a nombre de causas que se “asumen” buenas. Estamos todos beligerantes entre nosotros mismos, persiguiendo intereses particulares que nada suman en lo colectivo y solo hacen más compleja la impartición de justicia. Porque ciertamente, a todos se les quiere dar gusto.

La manifestación de las inconformidades “deja con que $” y las agrupaciones de choque están bien conscientes de eso. El uso de la violencia y la falta de respeto a las instituciones de seguridad pública –excluyendo al Ejercito y Marina, abrazo de gol para ellos– se ha hecho costumbre al grado de que se han abierto las puertas para que grupos cada vez más pequeños y segmentados ideológicamente, se manifiesten sus intereses por medio de cerrar carreteras, atacar edificios públicos, quemar archivos, robar inmuebles públicos o privados, ejercer el vandalismo y la violencia no importa contra quien, con tal de orillar al gobierno a brindarles atención y al final de cuentas ceder –completa o medianamente- contra sus demandas. Una vergüenza total.

El poder judicial en México se ha biodegrado. Caducó. No evolucionó al ritmo de una sociedad cada vez más soberbia e hiriente. Su notable desprestigio lo comprueba. No existe orden social ni estabilidad política. Ya ni hablar de estado de derecho.

Secuela.- En días pasados, 2 alcaldes murieron en el ejercicio –bueno o malo, no lo sé– de su labor. Según la Asociación Nacional de Alcaldes, 45 alcaldes han sido asesinados en los últimos 10 años   –7 electos y 32 “ex”–. 4 han muerto en lo que va del 2016, la mitad de ellos el pasado fin de semana.

Descansen en paz: Domingo López González, Alcalde de San Juan Chamula, Chiapas, y sus 4 colaboradores que perdieron la vida, en un lugar donde es increíble que siga existiendo un modelo de gobierno, informalmente,  de “Usos y Costumbres”; Ambrosio Soto Duarte, Alcalde de Pungurabato, Guerrero, a quien le querían cobrar 3 millones de pesos al mes para trabajar, y al negarse, aún con 4 escoltas del gobierno federal, pues lo balearon junto a su chofer.

Vaya aturdimiento y preocupación propagada por este tipo acontecimientos brutales y crimines colectivos que ocurren en México y otras partes del mundo. ¿Qué hay que hacer?

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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