Por más que la camiseta pese, por más que la historia respalde, la Selección Mexicana parece no encontrar la brújula bajo la gestión de Javier Aguirre. La victoria de este miércoles ante Surinam —sí, Surinam— fue otro capítulo que exhibe más dudas que certezas en el proyecto que supuestamente debe llevarnos con orgullo al Mundial 2026… en casa.
Con un fútbol carente de idea, ritmo y entusiasmo, el equipo tricolor se impuso gracias a un doblete del defensa César Montes. Porque sí, los goles no llegaron de los pies de los delanteros de “calidad europea”, sino del central regio, que resolvió con su estatura lo que los creativos no supieron construir.
Aguirre, viejo lobo de mar, parece haber perdido el timón. Su equipo no emociona, no propone, y apenas supera a rivales que, en el papel y en el ranking FIFA, están a años luz de distancia. El problema no es solo táctico: es de fondo. México juega con flojera. Literal y figuradamente.
En un torneo como la Copa Oro, que por sí solo despierta poco interés fuera del círculo inmediato de Concacaf, lo mínimo exigible es un desempeño decoroso, uno que permita vislumbrar una identidad. Pero este Tri parece más preocupado por no perder que por proponer. Como si el objetivo fuera únicamente evitar la catástrofe.
El aficionado mexicano —eterno resiliente— no es ingenuo: ha visto a su selección tocar el cielo y arrastrarse por el suelo. Pero no merece la apatía que hoy ve en pantalla. Hay más emoción en las gradas que en la cancha. Y eso, en plena cuenta regresiva hacia una Copa del Mundo en casa, es inadmisible.
¿Qué sigue, Javier Aguirre? Porque el margen de error ya no existe. Porque el discurso del “trabajo a largo plazo” se agota. Porque un Mundial en casa no se juega: se honra.
Y este equipo, simplemente, no lo está haciendo.