Por: Enrique Corte Barrera
Cuando tenía cinco años me robé un perro. Un cachorrito, mejor dicho. Lo tomé del patio de mi vecina, lo envolví en mi playera y corrí sin parar hasta mi casa sin un plan ni nada. Me enamoré de él como me he enamorado siempre de todo: a primera vista.
Al llegar mi mamá me dijo que era demasiado pequeño para quedárnoslo, pues aún ni abría los ojos. Rogué y prometí obediencia eterna, buenas calificaciones y comer siempre a mis horas. Mi mamá llenó un gotero con leche tibia y me dijo: “si puede comer, se queda, si no, lo regresamos”. Comió, y muy bien.
Luego me llevó a ofrecer disculpas a la señora, quien ni cuenta se había dado de que le faltaba un perro y sintió alivio de haberse deshecho de uno de ellos. Nos lo quedamos.
Mi hermano lo llamó “Rocky”, pues estaba de moda la película. Pronto le salió pelo, dientes y aprendió a decir “guau, guau”, lo cual bastaba para que yo le entendiera todo pues aprendí un poco de perruñol, y así sabía cuando tenía hambre, sueño o ganas de jugar.
Rocky fue mi mejor amigo. Él me enseñó a cruzar las calles, a correr por los cerros y a no dejarme, pues me defendía de otros canes, malandrines y hasta de mi mamá, a quien le gruñía cada vez que me regañaba. Todos aprendimos a quererlo mucho.
El problema fue que empecé a creerme perro. Dormíamos juntos, comíamos en el piso y mi mamá comenzó a preocuparse cuando me escuchó aullarle a las ambulancias por primera vez. “Este niño no está bien de la cabeza”, le dijo a mi papá. Él asintió sin decir más.
Podría contarles cómo nos escapábamos a otras colonias, él a galope y yo en bicicleta. Cuando me cansaba tomaba un camión de regreso y una o dos horas después aparecía el Rocky en la puerta. Me visitaba en la escuela a la hora del almuerzo, me ayudaba a cazar sabandijas, y así transcurrió una de las épocas más felices de mi vida. Cualquier problema o dificultad se hacía ligerita cuando abrazaba al Rocky.
Como a los ocho años de edad el Rocky se enfermó. De un día para otro se acurrucó en un rincón y ya no quería comer ni salir. Mi abuela me echó un rollo de que los perros también iban al cielo, y que si le rezaba antes de morir aseguraría que estuviera allá arriba esperándome. Fue la primera vez que me dolió la muerte, y me dolió muchísimo. Ya veremos si tenía razón la abuela. Ya veremos si mi Rocky me está esperando en el cielo.
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