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Opinión

Las “esperanzadoras” encuestas de Morena

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Por Luis Javier Valero Flores

Justamente cuando la noticia principal, alrededor de las actividades de Morena, debería ser el lanzamiento de Andrés Manuel López Obrador como precandidato único a la presidencia de la república, en Chihuahua tal suceso no es lo noticioso.

No, para desgracia de simpatizantes y militantes de este partido, la noticia que acapara la atención -por lo menos en una buena parte del electorado interesado en las actividades políticas- es la cuasi designación del ex dirigente estatal del PAN, ex diputado federal y local de este partido y candidato de Movimiento Ciudadano al gobierno de Chihuahua en 2016, Cruz Pérez Cuéllar, como presunto candidato de la segunda fórmula al senado.

Es una soberana bofetada política a los militantes de Morena y a los no pocos electores de izquierda en Chihuahua.

En 2006, la entonces dirigencia del PRD en Chihuahua, afín a Los Chuchos (y a su dirigente, Jesús Ortega) postularon a Víctor Anchondo, quien apenas en 2004 había contendido con José Reyes Baeza por la candidatura priista al gobierno de Chihuahua, luego de haberse desempeñado como Secretario General de Gobierno y coordinador de los legisladores locales del PRI en el gobierno de Patricio Martínez.

No llegaba con las mejores credenciales para aparecer al lado de López Obrador, por entonces el incuestionado candidato presidencial de las izquierdas mexicanas.

La dirigencia estatal y la nacional de Morena repiten, con Pérez Cuéllar, la misma conducta de Los Chuchos frente a los sufridos simpatizantes y militantes del partido fundado por el tabasqueño.

Incapaces de aportar al escenario político del país la necesaria cultura democrática para transformar en ese sentido al país, los dirigentes de Morena, AMLO al frente, “inventaron” un peculiar modo de aplicar la “democracia partidaria”: La realización de encuestas por medio de un “equipo propio, dirigido por Andrés Manuel”, aseguran sus dirigentes y militantes más comprometidos.

No en pocas ocasiones tal falacia les ha deparado unas muy malas experiencias, la última, la efectuada en la Ciudad de México en la que, sin mostrar resultados, ni universo de la encuesta, ni métodos, ni nada, hicieron aparecer a Claudia Sheinbaum como ganadora de las preferencias electorales frente a Ricardo Monreal, lo que precipitó la casi salida del ex gobernador zacatecano de las filas de Morena.

Aún está pendiente su resolución.

Así, en Chihuahua, de la noche a la mañana hicieron aparecer a la maestra Bertha Caraveo y a Pérez Cuéllar a la cabeza de las preferencias electorales. El partido los designó, de inmediato, ¡Coordinadores Organizativos Estatales de Morena en Chihuahua!

¿Qué pensarán de esto la mayoría de los chihuahuenses que acudieron -y soportaron varias horas en el estadio Manuel L. Almanza hasta que se cumplió con el número de asistentes- e hicieron posible el registro de Morena tres años atrás?

Y el problema no lo constituye la maestra Caraveo. Sin duda que la participación de Pérez Cuéllar le acarrea desprestigio a Morena pues trae en sus alforjas un historial que, por lo menos, le debiera llevar a asumir un papel menos protagónico, si es cierto, como lo sostiene en público y en privado, que llegó a Morena a “aportar”.

¿Qué lleva a Morena a desestimar el elevado potencial de sus dirigentes y activistas para lanzarlos a los escenarios políticos de mayor envergadura y haber aparecido con candidaturas al senado que le aportaran a esa contienda lo nuevo que había traído este partido, es decir, la propuesta de algunos jóvenes dirigentes, preparados, e incansables activistas desde las primeras horas del lopezobradorismo?

Como dijeran los creyentes -y gritaba mi abuela cuando aspiraba a que no sucediera una desgracia- quiera Dios y no tenga que ver la postulación de Pérez Cuéllar con aquella visita a los viñedos de Jaime Galván del ahora cuasi candidato y el dirigente estatal de Morena, Martín Chaparro, promovida por el ex candidato a gobernador de Movimiento Ciudadano.

¡Viva la chapulineada!

¿La conversión habrá sido tanta que podrá defender en el senado las posturas de la izquierda mexicana, la laicidad en primer lugar, y combatir la reforma energética de Peña Nieto y el PAN, el partido en el que militó casi tres décadas y cuyas convicciones ideológicas lo hacen aparecer en su primer acto público como precandidato de Morena apelando a Dios?

Repitámoslo, las creencias religiosas son absolutamente respetables, pero deberán ser totalmente en privado para los funcionarios públicos, dirigentes partidarios y candidatos.

No es lo único criticable. En la vasta operación política diseñada por César Duarte para garantizar el triunfo de Enrique Serrano e impedir el triunfo de Javier Corral, Pérez Cuéllar jugó un muy importante papel, -y no tenemos a la mano evidencias concretas de tal aserto, pero sí la inferencia a partir de los hechos políticos- desde el momento en que Corral increpó a Duarte en la Cámara de Senadores.

El ex gobernador Duarte acusó a los hermanos de Corral de narcotraficantes, lo que le permitió extender la acusación al ahora gobernador.

Días después, sin elemento alguno, Pérez Cuéllar presentó una denuncia ante la PGR por esas razones. Y bien que sabía que los hermanos Corral habían purgado sus respectivas condenas, aunque sólo uno de ellos había sido encausado por tráfico de enervantes.

Lo sabía bien, había sido compadre de Javier Corral.

Hoy es la propuesta de Morena al Senado.

¡Qué lástima! Hasta pareciera un plan para impedirle a Morena acceder al segundo lugar de la votación y acceder, por lo tanto, a una senaduría.

[email protected]; Blog: luisjaviervalero.blogspot.com; Twitter: /LJValeroF

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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