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Opinión

El zarpazo pejista en Chihuahua

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Luis Javier Valero Flores

Solo un día después de la concentración convocada por el gobernador Javier Corral para protestar por la no entrega de alrededor de 800 millones de pesos, que luego derivó en la exigencia por la extradición de César Duarte, el aspirante presidencial de Morena, Andrés Manuel López Obrador, realizó el mitin más concurrido que haya celebrado en el estado de Chihuahua.

Tradicionalmente, ese lugar era ocupado por los actos efectuados en Juárez que, hasta esa fecha, se presumía como la mejor plaza del morenaje chihuahuense. Ante una concurrencia de alrededor de 5 mil personas (el escribiente calculó en 5 mil 500 y un mando policiaco de la municipal estimó en la primera cifra) López Obrador discurrió las citas comunes en él a lo largo de la última década y media, aunque hoy -y a lo largo de los últimos meses- centrando su atención en plantear como principal problema nacional el de la corrupción.

Hace bien, frente a los últimos acontecimientos ocurridos o generados en Chihuahua, especialmente en los procesos levantados por el gobierno estatal en contra de funcionarios estatales del sexenio anterior y de dirigentes nacionales del PRI.

Pero, primero los números. Claro que no se pueden predecir resultados electorales a partir del número de asistentes a un acto, por muy importante que este haya sido.

El gobierno de Corral llenó la Plaza del Ángel, cosa que debiera estar al alcance de una administración estatal, con todos los recursos -de cualquier tipo- a su alcance, entre ellos, y fundamentalmente, los de carácter político, con lo cual se dio una especie de reciclada política ante los ojos de una buena parte de la población, pero no con ello se podría decir que su partido y candidatos -en Chihuahua- estén en la misma sintonía, o nivel de simpatías electorales, pero de que los candidatos del PAN tendrán que agradecérselo, ni duda cabe y que el PAN puede alzarse, o mantenerse como la primera fuerza político-electoral, tampoco estaría lejos de la realidad, a juzgar por las reacciones de los asistentes al mitin, que reflejan la percepción más extendida, a partir de la consigna lanzada en el mitin, de exigir la extradición de Duarte.

Así también, la concurrencia al mitin del tabasqueño refleja de alguna manera las crecientes simpatías de los chihuahuenses por el aspirante de izquierda, cuyo equipo de campaña estará de plácemes evaluando el peso que le imprimirá a la votación de AMLO en Chihuahua el PES, de alrededor de 30 mil votos, que sumados a los obtenidos por el aspirante en 2012 en esta entidad -308 mil-, los 60 mil que votaron por Corral en 2016 (que no votaron por Javier Félix, el candidato de Morena al gobierno, y que sí sufragaron por los candidatos a diputados), los llevaría a pensar que el casi tres veces candidato podría obtener en “El Estado Grande” alrededor de 400 mil votos ¡Los mismos que Enrique Serrano, candidato del PRI en 2016!

Ahora bien, prácticamente nadie (fuera de los círculos del priismo más acendrado) -de la gente a la que hemos preguntado y tomando en cuenta muchos factores, desde una óptica claramente subjetiva y una interpretación personal- cree que el PRI podría mantener esa votación.

Más aún, si a los 500 mil de Corral en ese año restamos los 60 mil de Morena, quedarían, los panistas, en 440 mil.

Ahora bien, tales especulaciones -con bases estrictamente electorales, con los resultados de las últimas elecciones efectuadas- se hacen contando la inercia de las simpatías por los candidatos presidenciales, que podrán cambiar, y mucho, si Morena insiste -o lleva a la práctica- en postular candidatos reciclados, que en el mismo acto reseñado recibieron, otra vez, el repudio de las bases morenistas, lo que precipitaría la presentación de un voto extremadamente diferenciado en los cargos de elección locales, y en los federales.

Con lo aquí expuesto se podría pensar que AMLO se encamina a recibir en Chihuahua la más alta votación, por encima de Meade, del PRI, y de Anaya, del PAN, pero no así el resto de los candidatos del partido de izquierda cuyo decoloramiento avanza a pasos agigantados.

Quizá eso les permita ganar la elección presidencial, pero a costa de parecerse, cada día más, al resto de los partidos, y sin tener la posibilidad de alzarse con mayoría en las cámaras legislativas, merced a las múltiples concesiones realizadas al PT y al PES.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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