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Opinión

Breve y Claro: Las populares fake news. Por Angélica Delgado

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Desde la información que ‘alertaba’ sobre la llamada pandilla sangre en el 2001 que se popularizó en Latinoamérica y siguió circulando casi una década en diferentes países, a la supuesta restricción del “Hoy no Circula” esta semana en la Ciudad de México, hemos estado expuestos a cientos de noticias falsan han llegado hasta nosotros a través de correos electrónicos, aplicaciones de mensajería y vía redes sociales, de las cuales la más popular es Facebook y su CEO pareciera haber revivido y posicionado el término de ‘fake news’.

Marck Zuckerberg puso en el mapa esta definición apenas en 2016, según una investigación de Forbes, durante la conferencia Techonomy aunque el término y el fenómeno se visualizan desde la primera Guerra Mundial, donde la falta de tecnología y de comprobación de los hechos, hacía muy fácil que la información se tergiversara.

Entonces si tenemos tantos alcances tecnológicos a la fecha, ¿por qué apuestan en la dirección contraria? Se enfoca hacia la propagación del engaño, razón por la que esta conducta ha sido catalogada como un producto pseudo periodístico que se ha infiltrado no sólo en los portales de noticias, sino también en la televisión y medios tradicionales como el periódico y la radio.

Pero según los estudiosos del tema, detrás de todos estos sitios y sus contenidos están los llamados trolls y bots que para nada están desinformados, pues se trata de politólogos, periodistas y otros profesionales que permitan atraer tráfico, llámese vistas, likes, comentarios y veces compartidas .

Todas estas personas son capaces de burlar los algoritmos de Facebook y son manejadas casi de manera artística, que han logrado colarse con trucos a pesar de los ajustes, restricciones y nuevas prohibiciones de las redes sociales.

Por ello son bastante socorridos por políticos que quieren posicionarse, sí, pero también que alguien se encargue de la guerra sucia y le tire con ganas, de una manera que no se le pueda relacionar con ellos. La recompensa, además del pago en efectivo para que no sea rastreable, son los contratos que puedan llegar junto con la victoria y el poder.

El tema ha cobrado bastante relevancia en México dado el proceso electoral que estamos viviendo en el que, ya lo supimos de primera mano, las fake news propagadas a través de Facebook, además de contar con los datos de los usuarios definen elecciones y con ello el destino de una nación.

Precisamente, Zuckerberg está en aprietos por permitir que los datos privados de 50 millones de usuarios “cayeran” en manos de Cambridge Analytica, que ha generado la caída de las acciones en un 14 por ciento y la cosa parece no mejorar.

Con el descontrol existente, hay algunos esfuerzos en nuestro país como #Verificado2018 cuyo objetivo es sencillo: Rastrear fake news en redes sociales e internet y desmentirlas por medio del periodismo.

Éste ha tenido un efecto profundo en la forma en que los usuarios se informan vía las redes sociales hoy en día.

Pero hay otras naciones como Malasia, donde el Gobierno ha presentado un proyecto de ley que contempla multas y penas de cárcel por difundir noticias falsas. La medida ha sido tomada con cautela pues pudiera ser utilizada para reprimir a los opositores.

Pero hay una manera sencilla de detener este problema, no esperar a las medidas punitivas o que crezca la distorsión, si nos enfocamos en comprobar la información que nos llegue hasta nuestras manos. Es un proceso muy sencillo al que debiéramos acostumbrarnos. Hacer una pequeña revisión de si lo que estoy leyendo, viendo o escuchando es cierto en lugar de darle reenviar y convertirnos en éste que ha sido catalogado por varios actores como un cáncer.

Angélica Delgado

Editorial publicada en El Heraldo de Chihuahua

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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