No me fue fácil escribir esta columna. La tarde de ayer conviví con personas
comprometidas con causas sociales y comí con un grupo de personas que apoyamos a cierta casa
hogar que trabaja de manera ejemplar en la atención a niños y niñas que padecen los efectos de
la marginación. Luego conversé con amistades buscando algo de inspiración para escribir estas
líneas y tocamos temas muy profundos e interesantes, pero fue hasta que venía de regreso a mi
casa lista para enfocarme, contemplando todas las conversaciones, cuando un querido amigo me
hizo llegar fotografías de un choque en el que acababa de ser parte. Le llamé, estaba en el área
de urgencias de un hospital y fui a su encuentro.
Él estaba bien y esperaba al médico para que le diagnosticara y le indicara lo que debía
hacer para recuperarse. Por un momento pensé que llegaría a ver a mi amigo dañado
físicamente, pero estaba íntegro. Cuando arribé a la sala de urgencias vi familias, parejas de
alguien, hijos y padres y madres esperando saber algo sobre sus seres queridos. En ese breve
momento en el que esperé a ser conducida a dónde estaba mi amigo vi rostros cansados, rostros
adoloridos, rostros confundidos y rostros esperanzados.
Fue hasta que vi el rostro de mi amigo que me sentí tranquila. Y lo vi y lo volví a ver y todo
estaba bien. Mas cuando salí, seguían los rostros de todas las demás personas en la sala: rostros de
duda.
Mucho parece sernos incierto hoy, a pesar de tanta información a la que tenemos acceso de
manera inmediata, el hecho de preguntarnos acerca de la vida, propia o ajena, se ve nublado con
la efimeridad de la misma. Pero aquí estamos, siempre presentes ante la duda de quienes se
debaten la vida. Aquí seguimos y tenemos un llamado a romper nuestras propias cadenas, como
sucedió en el barco La Amistad.
Personas que eran trasladadas en un barco desde Sierra Leone hacia Cuba para ser
vendidas a gente del sur de Estados Unidos, decidieron colectivamente revelarse ante sus captores
y tomaron control del barco. Parte de la tripulación los desvió hacia el norte de los Estados
Unidos en su intento de regresar a África, pero ahí la esclavitud ya había sido abolida. A lo largo
de un conflicto federal, las personas africanas transportadas para ser esclavas ganaron el juicio y
fueron declaradas personas libres y se les dio la posibilidad de establecerse como tales al norte del
país vecino. A raíz de ello formaron una nueva vida, un nuevo caminar que les dio la posibilidad
de crear un panorama distinto al que creyeron conocer, una vida nueva lejos de sus familias.
En la sala de urgencias hay personas esclavas, personas que se revelan ante la falta de
contacto, personas que esperan saber algo que les permita crear un camino por el que puedan
andar con sus seres queridos. En las salas de urgencias, como en La Amistad, hemos estado
quienes esperamos tener una buena noticia, información que nos libere del peso que sumerge a
nuestros corazones cuando nada más parece importar.
En la sala de urgencias he conocido a la gente más esperanzada y más solidaria. Esa gente,
en la sala de urgencias recibe siempre con agrado una mirada o un abrazo desconocido, un gesto
liberador que hace sentir que todos estamos viviendo el mismo momento. Por más distintos que
seamos nos une la esperanza de recrear una nueva vida.
La Amistad, el nombre que se le dio a un barco para trasladar esclavos se convirtió en un
estandarte de libertad y esperanza. La amistad es esa palabra que nos une también en libertad y
esperanza para crear en conjunto una vida mejor para todos, para estar ahí por quien nos
necesita, para recurrir, para abrazar, para entregarnos por completo a la idea de una humanidad
más cercana y más empática.
Gracias por su amistad. Hasta la próxima.