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Opinión

¡No te desenfoques! Por Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez T.

Entonces sucedió: las televisoras más grandes de Estados Unidos anunciaron que Joe Biden había ganado el Estado de Pensilvania y, con ello, se convertirá en el presidente número 46 de aquel país. Derrotando al polémico y odiado Donald Trump.

Desde ese momento, se han desatado una serie de debates que, de cierta manera, nos han distraído durante algunos días de la realidad lacerante en un país que sigue sangrando, que según dicen los datos, como nunca antes.

Los pronósticos, casi proféticos, de los especialistas se están cumpliendo. En plena pandemia, la violencia en México no solo no se detiene, sino que se multiplica a niveles indignantes.

Es necesario hablar de la República de Cuba, no del país, sino de la calle con el mismo nombre. En el número 86, en pleno centro histórico, en donde se localiza una vecindad donde vivían y convivían decenas de sicarios y narcomenudistasdel llamado cártel “Unión Tepito”. En ese lugar, los delincuentes de dedicaban a golpear, torturar y asesinar a adversarios o incluso locatarios que se niegan a pagar las extorsiones.

No es una sola vecindad donde ocurren escenas infernales. Existen decenas de casas de seguridad por todo el centro histórico y la colonia Tepito.

El pasado 24 de octubre, una humilde familia se presentó ante las autoridades para denunciar la desaparición de los niños indígenas Alan Yair y Héctor Efraín. Los pequeños apenas tenías 12 y 14 años.

Nunca nos hubiéramos enterado, de no haber sido por un hombre que caminaba el pasado 1 de noviembre por la calle República de Chile. Para su mala fortuna, tropezó con las bolsas que llevaba cargando, policías que estaban cerca, se dieron cuenta que lo que contenían aquellas bolsas eran restos humanos. Ahí estaban los cuerpos destazados de Alan y Héctor. Cosas del destino.

El hombre aterrorizado y envuelto en lágrimas, rogaba a los policías que lo soltaran y a cambio de ello, prometía delatar a los asesinos de los infantes. Aseguraba que era un drogadicto y trabajaba en “mandados” a los asesinos a cambio de droga.

Así que luego de informar a sus superiores, agentes se dirigieron a la calle República de Cuba 86 donde encontraron la imagen dantesca de una vecindad en donde habían huido decenas de sicarios, con cuartos de seguridad salpicados de sangre y restos humanos, droga, armamento y un pútrido olor a muerte. Al fondo, la estatua de la Virgen de Guadalupe, que enmudecida y sigilosa, fue testigo de horrorosos sucesos.

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Opinión

El costo del odio en la política. Por Caleb Ordóñez T.

En estos días el mundo nos muestra escenas que, más que noticias, parecen espejos rotos en los que nadie quiere mirarse. Historias de violencia política, de polarización sin freno y de sociedades que de pronto despiertan en medio del caos. Y aunque los vemos como problemas lejanos —Nepal, Ucrania, Estados Unidos o Argentina— lo cierto es que en México estamos más cerca de ese precipicio de lo que creemos.

Hace unos días, el asesinato del activista conservador norteamericano Charlie Kirk en Estados Unidos sacudió la política de ese país. Un crimen político y religioso con todas sus letras, resultado de un ambiente en el que la palabra se convirtió en bala, y el adversario en enemigo a exterminar. Lo mató no un ejército extranjero, sino el odio sembrado en casa. Murió por su forma de pensar la solución a problemas sociales y por ser orgullosamente cristiano, en una sociedad gringa cada día más confundía.

En Nepal, la generación Z se cansó de la corrupción y salió a las calles. Al principio fueron protestas, luego incendios de edificios públicos, 19 muertos, más de 700 heridos y un primer ministro que no tuvo más remedio que renunciar. Lo que comenzó como reclamo legítimo se transformó en rabia desbordada.

En Argentina, la polarización económica y política ha convertido cada marcha en un campo de batalla. Oficialistas y opositores parecen hablar en idiomas distintos, incapaces de acordar incluso lo básico: cómo contener una inflación que devora bolsillos y esperanzas. La democracia sufre cuando el diálogo es imposible y las calles se llenan de banderas opuestas.

Y en Estados Unidos ocurrió algo que duele en lo más humano: Iryna Zarutska, una joven refugiada ucraniana que había huido de la guerra buscando paz, fue asesinada brutalmente en un tren. El agresor, un exconvicto, la atacó sin razón aparente. Lo más terrible no fue solo la violencia, sino la indiferencia: pasaron segundos eternos en los que nadie se acercó a ayudarla. Murió sola, degollada, en medio de la multitud. Su historia recuerda que la deshumanización empieza cuando decidimos voltear la mirada.

¿Qué tienen en común estos episodios? Que todos son hijos de la polarización y de la incapacidad de las instituciones y de los ciudadanos para contenerla. Y aquí es donde México debe mirarse al espejo.

México y sus propias alarmas

Nuestro país ha vivido ya las primeras alarmas: decenas de candidatos asesinados en procesos electorales, presidentes municipales gobernando bajo amenazas, discursos oficiales que dividen entre “buenos” y “malos”, entre “conservadores” y “transformadores”. En redes sociales no hay debate, hay trincheras. Y en las calles, la violencia del crimen organizado se mezcla con la política como un veneno que corroe la confianza ciudadana.

Y para colmo, los propios legisladores, que deberían ser ejemplo de civilidad, se convierten en espectáculo de vergüenza nacional: escupiéndose, empujándose, gritándose insultos y mentándose la madre en el Congreso. ¿Cómo pedirle a la ciudadanía que debata con altura cuando quienes hacen las leyes se comportan como si la política fuera una pelea de barrio?

El riesgo es claro: si seguimos alimentando la lógica del odio, si dejamos que el adversario se convierta en enemigo, si nos acostumbramos a ver la violencia como parte del paisaje, un día la tragedia que hoy vemos en Nepal, en Argentina o en Estados Unidos será nuestra.

No se trata de sembrar miedo, sino de encender alarmas. La violencia política no llega de golpe: se construye poco a poco con cada insulto desde un atril, con cada mentira que se viraliza, con cada ciudadano que decide que “no es su problema” cuando alguien sufre.

¿Qué hacer entonces? Primero, exigir a nuestros líderes políticos que bajen el tono. La palabra importa: una frase incendiaria en boca de un presidente, de un gobernador o de un legislador puede ser la chispa que encienda la pólvora. Segundo, fortalecer las instituciones de justicia y seguridad, porque sin árbitros confiables la cancha se convierte en selva. Y tercero, asumir como ciudadanos que la democracia no se defiende desde la comodidad del sofá: se defiende participando, informándose, dialogando incluso con quien piensa distinto.

La lección está ahí, en cada noticia internacional que leemos con horror. México todavía está a tiempo de elegir un camino distinto, de evitar que nuestras diferencias políticas se conviertan en trincheras de sangre. Pero para lograrlo, debemos dejar de ver la violencia como un espectáculo ajeno y reconocerla como una amenaza propia.

Y aquí está el reto: o empezamos a tratarnos como adversarios democráticos capaces de dialogar, o terminaremos viéndonos como enemigos a destruir. La historia reciente del mundo nos advierte lo que pasa cuando gana el odio. La pregunta es simple y brutal: ¿queremos que México sea recordado como una nación que aprendió de los espejos ajenos… o como un país que prefirió romperse en mil pedazos frente a ellos?

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