Itali Heide
Desde la aparición del internet, el conocimiento ha estado creciendo de manera exponencial, pareciendo casi eterno. La world wide web se ha convertido en un lugar vasto, lleno de una cantidad inimaginable de datos y usuarios. Ya sea que busques la dirección de tu tienda local de pintura, socialices digitalmente con amigos, compartas pensamientos o sigas a figuras entretenidas, no hay escasez de información y entretenimiento para encontrar.
Las máquinas que antes se usaban para enviar correos electrónicos, googlear la letra de Bon Jovi y tal vez jugar a un nostálgico juego de 8 bits, han evolucionado para alcanzar la era del <influencer>. Hoy por hoy, Instagram tiene más de mil millones de usuarios, de los cuales la gran mayoría sigue al menos una cuenta de influencer.
Muchos adoramos a las celebridades, los personajes y las figuras que aparecen en nuestra pantalla cada vez que abrimos una red social. Disfrutamos verlos vivir su día a día, platicar y conocer su alrededor. ¿El problema? Tenemos PÉSIMO gusto. Nos encanta seguir a quienes nos dan estándares poco realistas sobre como vivir, sentir y decidir. Preguntándome el porqué estamos tan obsesionados con seguir a estas personas, la única respuesta que se me ocurre es que disfrutamos renunciar nuestra vida, aunque sea por unos minutos, para absorber la de alguien más.
Investigaciones sugieren que las imágenes idealizadas por influencers alimentan problemas de salud mental. (Imagen: Kate Torline)
Ahora, por supuesto que no todos los influencers son malos. Quienes han logrado crear una plataforma con base en su talento, carisma o vida con verdadera genuinidad pueden servir de inspiración y entretenimiento a sus seguidores. Aprovechar y lucrar con el alcance, a través de publicidad y proyectos, tampoco está mal. Todos estamos encerrados en la misma sociedad hipercapitalista, pasando por crisis tras crisis, y no sirve de nada criticar todas las nuevas formas en que las nuevas generaciones buscan pagar su día a día.
El problema es este: no responsabilizamos a la gente por su papel en hacer del mundo virtual un lugar un poco más feo. Esta semana, se viralizaron videos en los que Samuel García, senador de Nuevo León e influencer, hizo comentarios con un tono de privilegio e ignorancia, los cuales obviamente llenaron las redes de noticias y memes. García ha dicho que los comentarios fueron tomados fuera de contexto, pero el hecho es que ha demostrado ser la persona que dice no ser, una y otra vez, y sigue teniendo más de medio millón de seguidores. Mariana Rodriguez, mega-influencer y esposa del senador, ni se diga.
Permitimos que un influencer nos dé una falsa ilusión de lo que la vida es y debe ser. Desde vender productos que no están regulados sin la opinión de un experto, hasta fomentar la incitación al odio, los influencers pueden caer en cualquier categoría, desde ser inocentemente famosos hasta ser peligrosamente influyentes. Lo que seguimos, lo que likeamos y lo que consumimos, establece el fundamento de lo que queremos que sea el futuro digital. Este es el momento en que debemos preguntarnos: ¿qué estamos dispuestos a arriesgar para calmar la ansiedad colectiva de vivir en un mundo que no podemos predecir?
No nos importa qué digan, qué anuncien o qué hagan: nos importa que ellos lo hayan aprobado. Y así, seguimos apoyando las prácticas y costumbres virtuales que han hecho de nuestra cibervida un desastre. Necesitamos transparencia, y más que nada, nos urge separar la idea de necesitar una vida perfecta de consumismo y adoración. ¿No estás cansado de que te vendan productos cada segunda historia de Instagram, de ver photoshop en todos los posts y de tener que conciliar tu vida real con la realidad que se nos está dando a través del tubo de una realidad falsa? Yo también. Hagamos algo al respecto. Dejar de seguir.