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Opinión

Unidad es verbo. Por Itali Heide

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Itali Heide

El pasado 20 de Enero, mientras caía una ligera capa de nieve sobre Washington, el recién inaugurado presidente Joe Biden destacó la importancia de la unidad y la sanación de la nación estadounidense en su administración, una que marca un nuevo comienzo para Washington, los Estados Unidos y el mundo. Pidiendo prestadas palabras Arjonianas, digamos que la unidad es verbo, no sustantivo.

Las raíces de la división están muy arraigadas en la historia que formó a la sociedad estadounidense. Desde la llegada de los primeros colonizadores a América, generaciones de personas distintas han tratado de preservar su identidad. ¿Quizás la primera reacción de la humanidad a la diferencia es la autopreservación? Tal vez, ya sea consciente o inconscientemente, se sienten amenazados por quien cuelga libremente los hilos que ellos tan fuertemente han atado.

En el caso de la división política que ha devastado a los Estados Unidos, cortar con Trump es el primer paso hacia el retorno de un país poderoso y respetado. De cierto modo, la pasada administración fue como un novio tóxico (aunque un poquito peor, porque un novio tóxico promedio no tiene acceso a los códigos nucleares): mentiroso, egoísta, agresivo y engreído. Entre estos defectos y otros veinte, no podemos echarle toda la culpa al ex-presidente que regresó a Florida tras cuatro años en la Casa Blanca: sus habilitadores cargan consigo la culpa también. Traducción mexicanizada: <tanto peca el que mata a la vaca como el que le agarra la pata>.

No es sorprendente ver a un populista seducir a comunidades en su país, especialmente cuando la crisis y las dificultades han logrado abrirse camino en la vida de las personas. Sorprendente es ver cuántos tantos facilitadores en posiciones de poder permitieron que sucediera. Desde el Vicepresidente Pence, directores generales de corporaciones, abogados y artistas, hasta miembros de la administración, representantes de la Cámara y senadores, el círculo de Trump permitió la evolución de su inquietante falta de respeto por la honestidad, la transparencia, la democracia y el progreso.

Durante la inauguración de Joe Biden, la joven poeta Amanda Gorman recitó <Siempre hay luz si tan solo somos lo suficientemente valientes para verla. Si tan solo fuéramos suficientemente valientes para serla>. (Imagen: AP Photo/Patrick Semansky)

En este momento, les toca a todos tomar el primer paso hacia la unidad, aunque sea solo para ponerse en los zapatos de otro por un minuto. Aquí la purita verdad: se necesita ser empático incluso con la gente que nos cae mal, con la que no estamos de acuerdo y con la que no nos llevamos. Sin embargo, la responsabilidad no cae solo en los ciudadanos. La buena noticia es que la unidad también requiere justicia, imparcialidad, transparencia y rectitud, llevando a los culpables de corromper el sistema a asumir las consecuencias de sus acciones (o de su inacción).

La unidad es verbo, no sustantivo. Verbo es acción, acción es trabajo, y trabajo es sacrificio. ¿Correcto? Sí. ¿A qué voy? Fácil, voy a que no es fácil. Resolver el <¿quién tiene la razón?> pierde relevancia cuando el objetivo en común es la unidad. Lo difícil, y para no andar con rodeos, lo casi imposible, es ponerse de acuerdo para ponerse de acuerdo. Sin un mutuo nivel de respeto, empatía y mentalidad de mente abierta de parte de las inclinaciones socio-políticas, la división seguirá corriendo en las venas del sistema americano.

¿Qué se tiene que hacer? Como la gran mayoría de los problemas del mundo, la respuesta es tan simple como su ejecución es casi irrealizable: absolutamente todos deben bajar los muros de ideología y superioridad que han construido. Mirándolo desde lo amplio, es estúpido que un gran impulsor de diferencia política es el algoritmo. Apuesto a que todos creen algo falso visto en Facebook, sin cuestionarlo, porque no es tan de vida o muerte como la política. Los algoritmos pueden ser un agujero oscuro y profundo, aprovechándose de la gente vulnerable que busca un lugar virtual al que pertenecer. Creer en una causa, una persona y una comunidad puede ser empoderante y emocionante, y la falta de contexto y el bombardeo de información logra convertir al vulnerable en un fiel fanático antes de tener la oportunidad de pensar lo que realmente significa todo.  

Amanece un nuevo comienzo en Estados Unidos: Joseph R. Biden Jr. se convirtió en el 46avo Presidente de los Estados Unidos de América. (Imagen: Pool via Reuters)

Ahora, los algoritmos deben encontrar su punto medio. Para que exista conversación, deben jugar en las mismas canchas. El odio y la división no pueden cobrar vida en donde exista un discurso abierto y honesto entre personas con diferentes perspectivas, retos, preocupaciones y sueños. No hay una sola manera de entender, de creer y de vivir. Habrá quien le vaya al América, y fans de los Chivas. Entre vegetarianos y gluten-free también conviven los amantes de cortes y diabéticos. Tanto al metalero como al trovador se le respeta su baile. A ella se le ven divinas las uñas pintadas, y a él también. La unidad requiere que se garantice la libertad para todos y todas, una tarea imposible bajo una visión que sólo considera una realidad de las más de siete mil millones existiendo cada día.

Resumiendo la enseñanza adquirida en las últimas semanas:

1. Los facilitadores del ex-Presidente Trump deben enfrentar consecuencias por habilitar la presidencia más errática en la historia estadounidense.

2. Es natural sentirse molesto porque los demás no comparten tus opiniones. Después de todo, todos sueñan con un mundo mejor (a sus estándares).

3. Una cosa es la ignorancia y la manipulación, otra cosa es no saber aceptar la verdad. Tampoco se hagan los inocentes.

4. No hay manera de evitar el hecho de que absolutamente todos son radicalmente diferentes. Diferentes personas tienen diferentes necesidades, y diferentes necesidades requieren cambios que aseguren que todas las personas tengan las mismas oportunidades al reducir los desafíos sistémicos de cada quien.

5. Es asombroso ver a Kamala Harris tomar su lugar en la historia como la primera mujer vicepresidenta de Estados Unidos.

6. Si se sienten abrumados, no se preocupen. El mundo siempre ha sido así de loco, solo que antes no había Twitter haciendo que todo pareciera el final del mundo. El cambio es bueno, confiemos en el proceso del progreso.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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