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Opinión

¿Qué nos dejó la Fórmula 1? Por Caleb Ordoñez T.

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El periodista Caleb Ordóñez T. señala que la fiesta de la Fórmula 1 revivió de alguna manera el ánimo social y nos mostró que puede existir una luz al final del tortuoso túnel de la pandemia.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

El pasado domingo 7 de Noviembre quedará en la memoria social gracias a la gran actuación de Sergio “Checo” Pérez en el Gran Premio de México, de la fórmula 1.

Ha sido quizá el tercer lugar más apreciado y celebrado de la historia. Los miles de mexicanos que se reunieron en el autódromo hermanos Rodríguez se entregaron al jalisciense, con fervor y una alegría que no vivía el país durante mucho tiempo -quizá desde el triunfo de la selección mexicana sobre Alemania en mundial de Rusia 2018-.

Más allá de la hazaña histórica que conquistó el deportista, al convertirse en el primer piloto mexicano que sube al podio de la F1 en su propio país, la fiesta de la fórmula 1 revivió de alguna manera el ánimo social y nos mostró que puede existir una luz al final del tortuoso túnel de la pandemia.

 

El evento que fuera duramente criticado por candidatos morenistas en las campañas del 2018, ahora fue aplaudido por los mismos personajes. El éxito que representó para la ciudad es impresionante, dejando 14 mil 375 millones de pesos en derrama económica. Fueron un total de 371 mil espectadores, nacionales e internacionales que secongregaron durante tres días.

Los organizadores aseguran que esto no fue todo, sino que las más de 150 mil personas que asistieron al Show Run de Red Bull realizado el miércoles en Paseo de la Reforma totalizaron en 511,779 espectadores.  Siendo así, el evento automovilístico más grande del mundo.

El presidente López Obrador ha cambiado drásticamente su discurso sobre el deporte que alguna vez llamó “fifí”. El 19 de Febrero del 2019, decía en su rueda de prensa matutina: “No sé cómo esté lo de los contratos de la Fórmula 1. Si no están firmados ya no vamos a poder realizarlo porque en algunos casos estos eventos se financiaban con el Fondo de Fomento al Turismo está comprometido para la construcción del Tren Maya”. Con lo que se complicaba que el premio mexicano siguiera realizándose, pues la condición del presidente era que no se le invirtiera un solo peso del dinero público.

Sin embargo, el pasado 8 de noviembre de este año AMLO celebraría el triunfo de “Checo” Pérez y destacó la participación del tapatío: “Es importante lo de Checo porque, como todos saben, no había sucedido que un mexicano ocupará el podio, en este caso el tercer lugar, en esta competencia en nuestro país”.

Dicen que es de sabios cambiar de opinión y puede ser un ejemplo del ejecutivo, la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum y el presidente de MORENA, Mario Delgadoquien estuvo presente en el gran evento.

Volver a levantar la bandera

Y es que en la situación dolorosa por la que atraviesa el país, la polarización cada vez más radicalizada y la violencia imperante, es importante tener triunfos que sean celebrados por la sociedad en general, aunque el automovilismo no sea el deporte más popular del país.

 

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Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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