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Opinión

Las guerras invisibles. Por Itali Heide

Itali Heide

A la gente le gusta comparar los altibajos de la vida con las enfermedades mentales. Dicen «estoy tan deprimido» los días en que no todo va como quieren, «tengo ansiedad» cuando el estrés se apodera de su cuerpo, «soy tan bipolar» cuando su estado de ánimo cambia de un día para otro, “estoy loco” cuando les gana el impulso. Aunque es inheramente humano pasar por momentos de depresión, ansiedad u otros momentos difíciles a lo largo de la vida, hay una gran diferencia entre las montañas rusas emocionales normales por las que todo el mundo pasa y el verdadero peso de vivir con una enfermedad mental.

Cuando se trata de intentar explicar la realidad de la enfermedad mental, existe una necesidad intrínseca de justificar la experiencia ante un mundo que no entiende lo profundo que es el dolor. ¿Cómo se explica algo que es complejo pero impreciso, íntimo y fugaz? Se trata de una completa paradoja del ser, que es fluido y siempre cambiante a la vez que sólido e inamovible. Algunos días, es agresivo e imposible de ignorar. Otros días, un ruido de fondo lejano. A veces, es tan silencioso que parece haber desaparecido, antes de que todo se derrumbe cuando más necesitamos la estabilidad.

Vivir con un trastorno mental es como estar en el océano flotando en una canoa. A veces, las aguas están lo suficientemente tranquilas como para que el camino hacia la isla de la estabilidad parezca fácil. Otros días, se desata una tormenta sin previo aviso que hace imposible incluso mantenerse a flote. Los transeúntes se sientan en la playa y gritan consejos, pero ¿qué ayuda es cuando te estás ahogando? El agua te arrastrará hacia abajo, golpeándote como un trozo de alga indefenso sin ningún lugar al que acudir. Tal vez puedas sacar la cabeza por encima del agua para respirar un poco de aire, pero la corriente siempre encontrará la forma de hundirte más en las profundidades, hasta que parezca que el regreso a la superficie es imposible.

La enfermedad mental se siente como si perdieras el control de ti mismo. Te olvidas de quién eres, de lo que amas, de lo que quieres hacer, de quien quieres ser. Los sueños se ven aplastados, las emociones están totalmente revueltas y pensar en el futuro se convierte en una carga demasiado pesada de llevar. No quieres vivir el presente, intentas olvidar el pasado y te aterra el futuro. La mente se alimenta con mentiras sobre la inutilidad y te hace sentir que nadie se atrevería a quererte.

La ansiedad es algo más que sentirse incómodo con la vida. Es morderse las uñas hasta que brota la sangre, es pasar horas paralizado pero de alguna manera sentir que todo sucede a la vez, es hurgarse la piel hasta que las cicatrices hacen su aparición y sufrir de los pensamientos intrusivos que atormentan el alma. La ansiedad hace que la mera existencia parezca una carga a cada hora, llorando ante la idea de salir de casa, desplazándose sin cesar por los eternos feeds en redes sociales para intentar apartar la mente de los pensamientos que se agolpan en el interior.

La depresión es algo más que sentirse triste. Es desear no haber existido nunca, preguntarse cuándo dejarás por fin esta tierra, sentirse culpable por la pereza que es inevitable, cancelar planes para acurrucarse en la cama sintiéndose inútil. Es esperar que no suene el teléfono, buscar formas de hacerse daño físicamente para aliviar el dolor que se tambalea en el interior, luchar contra las ganas de acabar con todo y faltar de energía hasta para ir a la cocina a por un vaso de agua.

Para quienes tienen la suerte de pasar por la vida sin un desequilibrio químico que amenaza su subsistencia, comprender la verdadera naturaleza de los problemas mentales parece imposible. Podrían pensar: «¿por qué no haces ejercicio? ¿por qué no comes mejor? ¿por qué no encuentras hobbies? ¿por qué no cambias?». En cierto modo, tienen razón. Esto es lo que hay que hacer para mejorar la vida, pero hacerlo es mucho más fácil de decir que de hacer.

A menudo, puede parecer que estamos perdiendo la guerra mental que libramos cada día. La verdad es que estamos lejos de perder. Cada minuto que seguimos viviendo, cada hora que elegimos seguir adelante y cada vez que nos aferramos a la esperanza, estamos ganando. Puede que no se sienta como una victoria cuando el mundo parece derrumbarse, pero el simple hecho de respirar es suficiente para darnos la ventaja. A veces habrá que luchar segundo a segundo, o minuto a minuto, a veces la lucha será hora a hora o día a día, pero cada momento en que nos aferramos a la esperanza equivale a una victoria más grande que nosotros mismos. Nunca superaremos milagrosamente la enfermedad mental, pero el milagro en sí mismo es seguir luchando contra los demonios de nuestra mente.

Muchos no comprenden la guerra invisible que se desencadena en nuestro interior, pero eso no significa que no seamos unos absolutos guerreros. No hay nada más valiente que combatir una batalla dentro de uno mismo. Cuando parece que el final está cerca y que hemos perdido las ganas de luchar, recordemos todas las pequeñas victorias que nos han llevado a seguir manteniendo la esperanza. Al final del día, será de noche. Al final de la noche, volverá a salir el sol. El amanecer no cambiará la realidad, pero simboliza algo más grande: la resiliencia. Cuando la noche ha traído tormentas y las estrellas se esconden tras las nubes enfadadas, el sol no se niega a volver a salir. Al igual que nosotros, despertará con la esperanza de un nuevo día.

Opinión

León. Por Raúl Saucedo

La estrategia de la supervivencia

El pontificado de León XIII se desplegó en un tablero político europeo en ebullición. La unificación italiana, que culminó con la pérdida de los Estados Pontificios, dejó una herida abierta.

Lejos de replegarse, León XIII orquestó una diplomacia sutil y multifacética. Buscó alianzas —incluso improbables— para defender los intereses de la Iglesia. Su acercamiento a la Alemania de Bismarck, por ejemplo, fue un movimiento pragmático para contrarrestar la influencia de la Tercera República Francesa, percibida como hostil.

Rerum Novarum no fue solo un documento social, sino una intervención política estratégica. Al ofrecer una alternativa al socialismo marxista y al liberalismo salvaje, León XIII buscó ganar influencia entre la creciente clase obrera, producto de la Revolución Industrial. La Iglesia se posicionó como mediadora, un actor crucial en la resolución de la “cuestión social”. Su llamado a la justicia y la equidad resonó más allá de los círculos católicos, influyendo en la legislación laboral de varios países.

León XIII comprendió el poder de la prensa y de la opinión pública. Fomentó la creación de periódicos y revistas católicas, con el objetivo de influir en el debate público. Su apertura a la investigación histórica, al permitir el acceso a los archivos vaticanos, también fue un movimiento político, orientado a proyectar una imagen de la Iglesia como defensora de la verdad y del conocimiento.

Ahora, trasladémonos al siglo XXI. Un nuevo papa —León XIV— se enfrentaría a un panorama político global fragmentado y polarizado. La crisis de la democracia liberal, el auge de los populismos y el resurgimiento de los nacionalismos plantean desafíos inéditos.

El Vaticano, como actor global en un mundo multipolar, debería —bajo el liderazgo de León XIV— navegar las relaciones con potencias emergentes como China e India, sin descuidar el diálogo con Estados Unidos y Europa. La diplomacia vaticana podría desempeñar un papel crucial en la mediación de conflictos regionales, como la situación en Ucrania o las tensiones en Medio Oriente.

La nueva “cuestión social”: la desigualdad económica, exacerbada por la globalización y la automatización, exige una respuesta política. Un León XIV podría abogar por un nuevo pacto social que garantice derechos laborales, acceso a la educación y a la salud, y una distribución más justa de la riqueza. Su voz podría influir en el debate sobre la renta básica universal, la tributación de las grandes corporaciones y la regulación de la economía digital.

La ética en la era digital: la desinformación, la manipulación algorítmica y la vigilancia masiva representan serias amenazas para la democracia y los derechos humanos. León XIV podría liderar un debate global sobre la ética de la inteligencia artificial, la protección de la privacidad y el uso responsable de las redes sociales. Podría abogar por una gobernanza democrática de la tecnología, que priorice el bien común sobre los intereses privados.

El futuro de la Unión Europea: con la disminución de la fe en Europa, el papel del Vaticano se vuelve más complejo en la política continental. León XIV podría ser un actor clave en la promoción de los valores fundacionales de la Unión, y contribuir a dar forma a un futuro donde la fe y la razón trabajen juntas.

Un León XIV, por lo tanto, necesitaría ser un estratega político astuto, un líder moral visionario y un comunicador eficaz. Su misión sería conducir a la Iglesia —y al mundo— a través de un período de profunda incertidumbre, defendiendo la dignidad humana, la justicia social y la paz global.

Para algunos, el nombramiento de un nuevo papa puede significar la renovación de su fe; para otros, un evento geopolítico que suma un nuevo actor a la mesa de este mundo surrealista.

@Raul_Saucedo

rsaucedo.07@uach.mx

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