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Opinión

Menonitas: libertad heredada. Por Itali Heide

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Itali Heide

Este año, los menonitas celebraron 100 años desde su primera llegada a México. Como alguien de la comunidad, a menudo pienso en cómo llegaron mis antepasados, y el camino que cada generación creó para dar a las nuevas generaciones la libertad que ahora tienen.

Contrario a la creencia popular, los menonitas no llegaron teniendo todo a sus pies. Las primeras décadas estuvieron plagadas de hambre, frío, sequía y miedo. A lo largo de sus luchas, se negaron a renunciar a la tierra que ahora llaman hogar.

Me pregunto cuántas noches de insomnio habrán pasado preocupados por las cosechas moribundas, cuántos días difíciles habrán pasado trabajando en tierras asoladas por la sequía, la barrera cultural y lingüística, la violencia que ha sido una norma en México y las muchas comidas que no han pudieron gozar debido a la pobreza.

No sólo sobrevivieron, sino que prosperaron. La primera generación renunció a su propio sustento con la esperanza de que las generaciones futuras vivieran una vida de paz y abundancia.

Aunque la pobreza sigue siendo un problema que sufren muchos en la comunidad menonita, no es la norma. Tampoco lo es el estereotipo que los medios de comunicación han impulsado durante tantos años: la comunidad no está cerrada al resto del mundo, no se limitan a fabricar queso y cultivar manzanas (aunque no es raro), no son todos incultos e ineducados y la mayoría son capaces de vivir una vida plena gracias a la libertad que tienen ahora.

Hoy en día, todo es posible para quienes tienen la suerte de vivir en libertad. Ya sea sin religión o sin persecución, somos una generación afortunada por poder elegir quiénes somos y qué hacemos. Si hubiéramos nacido unas décadas antes, probablemente habría sido mucho más difícil hacer lo que queremos, amar a quien queremos, vivir como queremos y sentir lo que sentimos.

Este increíble crecimiento demuestra una cosa: ni siquiera los menonitas, que se consideran una comunidad perdida en el tiempo, están a salvo de la modernización (por suerte para nosotros).

Entre las mujeres emprendedoras que abren sus negocios, los jóvenes estudiantes que cursan estudios superiores, los profesionales que siguen su carrera y las personas que se levantan contra las partes de su cultura que les frenan, hay una tremenda evolución dentro de la comunidad. Médicos y enfermeras, empresarios, abogados, escritores, fotógrafos, arquitectos, ingenieros, pilotos y cualquier otra carrera bajo el sol son habituales, mientras que hace años sólo era un sueño.

Ahora que celebramos un centenario de vida en la tierra que amamos, la comunidad y la región deberían pensar en esos primeros años. Todo ese sufrimiento fue una inversión en nuestro futuro, un futuro que tiene muchas posibilidades. Un futuro que nuestros padres, abuelos y bisabuelos forjaron con su rebeldía y su fuerza. Mientras nosotros, las nuevas generaciones, prosperamos en nuestra libertad, no olvidemos cómo hemos llegado a ser capaces de vivir la vida que elegimos.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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