La primera piedra golpeó la cara del pobre hombre y le abrió la mejilla como granada madura. La sangre salió en un estallido de púrpura negruzco y el hueso blanco le quedó expuesto por unos segundos antes de teñirse del tibio fluido.
Cayó Judas a tierra, y no interpuso el brazo entre él y las piedras, con lo que perdió varios dientes y se hirió la encía. La sangre ya encharcaba la calle cuando de los otros brazos homicidas de los chiquillos salieron más proyectiles que alcanzaron la cabeza, el rostro, el cuello y el pecho del infeliz.
“¡Muérete, Judas, traidor de Diosito!”.
“¡Chinga tu madre, judío traidor!”.
Nunca antes la ira popular había producido masacre como la que estaban cometiendo los hijos inocentes de los pobladores de la Chihuahua de fines del siglo XIX, en la Plaza de la Constitución.
Salvador Venegas del Río, a quien todos llamaban Judas, era sacado de su casa por la fuerza cada año los sábados de Gloria por la tarde, y lo paseaban en burro por las calles. Salvador tomaba el lugar de los antiguos monigotes de trapo que la gente gustaba de quemar como venganza por la muerte del Cristo en la cruz.
En vez del Viacrucis viviente, era ésta la representación en vivo de la muerte de Judas, aunque, por supuesto, los límites entre este juego cruel y un sacrificio real, siempre hasta ese día, estuvieron muy claros.
“Déjelos, mamá, no están haciendo daño”, decía el muchacho siempre a su madre doña Estela del Río, la viuda de Romualdo el matancero, muerto en su juventud.
Salvador sobrellevaba con resignación serena su vida, agravada con la temprana muerte de su padre quien los dejó, a él y a Estela, sin el pan y con la carga de conseguir el sustento. A Salvador nadie le daba trabajo. Su aspecto contrahecho por la joroba y por la deformidad en brazos y piernas, era factor de rechazo en la intolerante y atrasada sociedad chihuahuense de hace 120 años.
“Déjelos, que, aunque me maltraten un poco, yo lo tomo como un sacrificio por nuestro Señor”, consolaba el joven a la afligida mujer, cada vez que llegaba la turbamulta de chamacos a apedrear la puerta y a gritar, como cada Semana Santa: “¡Entréguenos a Judas!”. “¡Queremos a Judas, queremos a Judas!”.
Y aunque Salvador saliera por propia voluntad, ellos de todas maneras lo sacaban a rastras y lo montaban en el burro por la fuerza.
Esta vez, sin embargo, la madre se opuso al secuestro de su único hijo y fue a pelear con los mozalbetes más crecidos, los que encabezaban a la chusma de chiquillos. “¡Regrésenme a mi hijo, no se lo lleven, regrésenmelo, él no les hace daño, por Dios, no se lo lleven, no quiero que me lo maten!”.
“¡No quiero que me lo maten!”, bramaba la anciana, presintiendo una desgracia.
Ante la resistencia de la mujer, los cabecillas se enardecieron, y el mayor entre ellos, un tal Rafael, respondió exactamente como temía la madre. “Pos ahora sí que te fregaste, vieja, vas a ver cómo dejamos a tu pinche jorobado!”.
Al cabo de un recorrido por las calles, después de que los escupitajos y las maldiciones fueron sustituidas por pedradas, Judas ya no pudo ser colgado de un álamo en la calle del Árbol, como querían sus victimarios. Cayó a tierra en las inmediaciones de la Plaza de la Constitución, el bulto sanguinolento, y ahí terminó sus días, con la mejilla puesta en el empedrado y los ojos abiertos.
Aterrada, una viejita que venía de la Catedral, se santiguó ante el cuerpo del jorobado y con su bastón echó de ahí a quienes insistían en arrojar piedras al bulto inerte.
…..
“¡Muérete, Judas, traidor de Diosito!”.
“¡Chinga tu madre, judío traidor!”.
Estas maldiciones resuenan todavía en la plaza, y se sabe que por lo menos en los siguientes siete años, nadie se atrevió en esta ciudad a representar, ni siquiera con monigote de trapo, la humillación y la quema de Judas.
Fuente: eldiariodechihuahua.mx