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Opinión

Arriesgar el confiar. Por Itali Heide

No sé si hay más bondad o frialdad en el mundo. Una vez asumida la realidad de tener que confiar en el desconocido en un mundo con intención desconocida, sólo queda una cosa por hacer: arriesgarse.

Itali Heide

Itali Heide

La confianza es la inversión más aterrada de todas: no hay calificación crediticia de la credibilidad del desconocido, ni seguro por si todo sale mal, ni seguimiento de la bolsa de la fiabilidad. Por otro lado, el enorme beneficio si todo sale bien. No hay costos de transacción ni trámites adicionales una vez que decides confiar. Al final, todo es un juego de riesgo y recompensa.

Pero, ¿en quién debemos confiar? Se habla mucho de confiar en el amor, pero demos un paso atrás ¿Y si confiamos en la capacidad, el futuro, los propósitos? Quizás confiar en quien quiere conocerte más allá de los muros que construyes. O confiar en que el dolor no siempre estará ahí. Confiar en que hay personas dignas de confianza. Con un poco de locura, podrías hasta confiar en la loca idea de que siempre todo estará bien.

Las recompensas obtenidos de tenerle un gramo de confianza a la vida abren mundos, desde dar tranquilidad al corazón y al alma hasta crear realidades guardadas en los sueños más alocados. Sin embargo, la confianza exige control a cambio, ceder las riendas y dejar que lo indeciso elija el destino. Ahí el riesgo.

¿Y si todo sale mal? No debes pedir prestado el dolor del futuro. Si todo sale mal estarás triste y será triste y desearás que no fuera así y pasarás un tiempo sumido en la tristeza y sintiendo lástima. Pero no siempre será así. Aquí es donde entra de nuevo la confianza, con el rabo entre las piernas, suplicando otra oportunidad: confía en que esto también es efímero.

Lo mejor de la confianza es que es renovable. Muere en instantes pero siempre regresa, de diferente manera. No siempre saldrán bien las cosas, pero la posibilidad (y la necesidad) de volver a confiar una y otra vez es inagotable.

A algunas personas les resulta fácil confiar, está en su naturaleza. Aquí es donde se impone la realidad: no siempre se puede confiar. Como juego de riesgo y recompensa, también hay un momento y un lugar para escuchar al instinto y desconfiar de lo que no servirá. Lo más difícil es saber si es el trauma el que hace desconfiar o si es un sexto sentido al que hay que escuchar. ¿Cómo saberlo? Conocerte lo suficiente para confiar en tí mismo. No tienes que saberlo todo, pero sí sentirte seguro en el misterio.

Gambling produces similar brain activity to the practice of trust. Unsurprising, since both involve a calculated risk, involving factors like the likelihood of reciprocation and the risk of betrayal. The twist is that anyone is capable of bringing these risks to life, as it’s so profoundly human.

Si queremos confiar, debemos ser dignos de confianza. Como acto recíproco, un baile entre la vulnerabilidad y la honestidad, es la clave para poder confiar. Porque, claro, ¿por qué confiar en otra persona cuando uno mismo sabe que miente, engaña y roba? Tan profundamente humano como vivir inmoralmente es sentir vastamente la culpa, procesarla y volverse más digno de confianza.

Si tú puedes, ¿quién no? La recompensa de confiar y ser digno de confianza está en crear conexiones genuinas y en construir puentes que resistan las tormentas de los errores. En última instancia, la confianza es un acto de valentía, un salto a lo desconocido con la esperanza de que el aterrizaje sea suave. Que habrá brazos a los que caer, palabras que consolar y confianza que demostrar.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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