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Opinión

Pan, circo y demás barbaridades. Por Itali Heide

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En una utopía, quizá lo mejor sería que todo el mundo se adhiriera a las mismas creencias pacifistas. Consideremos que los hippies, los cuáqueros y los jainistas tenían razón todo el tiempo, predicando «poner la otra mejilla» como el camino hacia una vida plena.

Itali Heide

Itali Heide

La realidad está muy lejos de los estilos de vida de los pacifistas que queman patas de gallo, esperan en silencio y honran a los Tirthankaras. Aunque muchos quieran creer que creen en la no violencia, la naturaleza disuade de llegar a esa conclusión. Somos demasiado violentos para pretender ser una especie no violenta. En teoría somos depredadores, aunque en la cadena alimenticia nos encontramos en algún lugar entre cerdos y anchoas.

Los humanos sólo odiamos la violencia en el contexto equivocado. No podemos evitar amar la violencia en el contexto adecuado. Esta idea se amplía en Compórtate, de Sapolsky, junto con una meticulosa explicación neurocientífica que deja boquiabierto si se busca en Google cada palabra irreconocible.

La violencia es, la mayoría de las veces, respetada, venerada y valorada. Millones de personas llenan estadios para ver hombres chocar cascos, se hacen descuentos a los soldados que pluriemplean como asesinos, se dota de viralidad a los TikToks de asaltantes linchados e incluso los pies contusionados de bailarinas se consideran un símbolo de fortaleza.

El fandom de la violencia no es nuevo, quizá nos parezcamos más a los antiguos romanos de lo que nos gustaría admitir. Aunque la mayoría de las culturas antiguas suscribían la idea de que la violencia es entretenimiento, nadie lo hacía como los romanos. Quien tuviera suerte de que ser invitado a una cena en mansión, probablemente sería premiado con un espectáculo de gladiadores luchando a muerte a escasos metros de la copa de vino. ¿Qué tal eso de postre?

En la sociedad romana, la violencia estaba totalmente autorizada e incluso ordenada. Ahí nació el lema «Pan y circo», entremezclando el ambiente festivo de la violencia con pan y leche, música a todo volumen, cánticos de multitudes y disfraces arcoíris (se sacan paralelos con un concierto de Taylor Swift). ¿Cuál fue la causa de que el Imperio Romano glorificara la violencia? Parte de la razón puede ser que estaban impregnados de una violencia que había que absorber. Suena familiar.

¿Qué parte de nuestra violencia es instintiva e inmutable y qué parte es aprendida y moldeable? Si nos remontamos al reino animal, la normalidad de la violencia es indiscutible. Ya sea en un intento de salvaguardar el territorio o la pareja, de devorar o de abandonar a los buitres, todo animal es partícipe de brutalidad.

En la tierra de los babuinos, cuando un beta pierde una pelea contra el alfa, actúa agresivamente contra un omega. Del mismo modo en el reino humano, cuando aumentan las tasas de desempleo, también lo hacen las de violencia doméstica. Por mucho que creamos distinguirnos de los comportamientos primates que sólo consideramos dignos de quienes no hablan nuestro idioma, nuestros motivos más profundos son un reflejo de los suyos.

Últimamente, el mundo es una tierra desolada llena de barbarie, guerra, pobreza, asesinatos, asaltos, robos, corrupción, violaciones y cualquier otra horrible aflicción. Ya sea un genocidio en la otra punta del mundo o una bebé violada en su cuna, el mal que nace de una entrega total al instinto ha causado el sufrimiento de miles de millones.

Si hablamos en contra de la violencia extrínseca que ocurre más allá de lo que alcanzan nuestros ojos, debemos considerar la violencia intrínseca que aplaudimos. ¿Dónde trazamos la línea? ¿Se puede elogiar el asesinato de un violador y llorar la muerte de una celebridad problemática? Nadie alaba un puñetazo a una mujer embarazada, pero compramos palomitas para ver cada pelea a puño limpio vendido en nombre del pan y circo.

Se podría argumentar que necesitamos entretenernos con la violencia, igual que los romanos, para mediar en el innegable instinto y evitar males mayores. Si bien eso puede ser cierto, una alternativa es abrirse a la conciencia sobre cómo se glorifican el dolor y el sufrimiento. Estamos sobrecargados de trabajo, sobreestimulados y pagamos demasiado por todo, y aún así nos preguntamos por qué los problemas de salud mental están por las nubes.

Darnos gracia a nosotros mismos y a los demás puede que no erradique la violencia de la tierra, pero sin duda puede allanar el camino para tomar decisiones informadas y elevar el autocontrol. Aunque el sufrimiento es inevitable, no hay razón para practicar la violencia por el mero hecho de serlo (ni siquiera contra uno mismo).

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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