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Opinión

Reforma Judicial: Presuntos Culpables. Por Isaías León

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La discusión del pasado 10 y 11 de septiembre ha sentado precedentes sobre lo que estamos viviendo como país en torno a una reforma al Poder Judicial. Después de que el efecto aplanadora se hiciera presente en la Casona de Xicoténcatl, «todo el mundo» comenzó a señalar culpables y traidores. Los primeros nombres que surgieron fueron los de Miguel Ángel Yunes Márquez y Miguel Ángel Yunes Linares; en segundo término, Araceli Saucedo y José Sabino, quienes pertenecían al extinto PRD (que al parecer pasaron desapercibidos).

Lo que no ha quedado claro, principalmente para quienes militan en la oposición, es que ya es tarde para encontrar culpables. El pueblo, aunque a muchos les cause un conflicto clasista, no es tonto ni ignorante. La sociedad se cansó, y vaya que tardó años (más de 80) en entender que, por más que se le siguiera creyendo a los mismos de siempre, las cosas no iban a cambiar.

Si los mexicanos quieren encontrar culpables, no es difícil. No es más que la oposición recalcitrante y vacía que hoy existe. Los mismos militantes lo saben; ellos mismos se cansaron de lo mismo de siempre en la vida interna de los partidos. Y cuando parecía que, seis años después del 2018, podrían despertar, lo único que hicieron fue convertirse en administradores de una derrota que era inminente. Nunca les importó el partido o los supuestos estatutos y principios que tanto se pregonan.

Lo primero que hicieron dirigentes como Alejandro Moreno y Marko Cortés fue pedir «que me anoten en la lista», hasta arriba, en la primera posición, donde no importa lo que pase, ni la cantidad de personas que salgan a votar. El escaño está asegurado.

¿Quién diría que aquellos que eran igual de felices en el Pacto por México hoy les pesara tanto verse desde el otro lado? Con un Acción Nacional que todos los días se resquebraja un poco más, un Revolucionario Institucional que intenta mantenerse a flote y un Partido de la Revolución Democrática que hoy está extinto

Los anteriores llevaron a Xóchitl a un callejón sin salida, a una antesala que encumbraría a la mujer más votada de la historia de México a la presidencia de la república.

La discusión sobre la reforma judicial está causando algo que no habíamos visto en mucho tiempo: la conversación salió de las paredes de la Cámara de Diputados y el Senado de la República. Se le está arrebatando la conversación a los medios y está regresando a la sobremesa familiar y la vida cotidiana. A esos lugares en donde nos dijeron «aquí no se habla de política, religión, ni fútbol».

Entre más se discuta de estos temas tan coyunturales que, por muchos años, han sido censurados para no pelearte con tu tía, será posible generar pensamientos cada vez más críticos, con una realidad más cercana a lo que vivimos todos los días.

No puedo omitir las palabras vigentes de Adolfo López Mateos:

«La juventud se aventura cada vez más, abiertamente, por las sendas que conducen a nuestro futuro, con mayor y mejor preparación; con sana y creciente inquietud por los problemas nacionales y con aliento renovador que habrá de llevarla, en su hora, a asumir las responsabilidades que, en el vasto y variado campo de la vida mexicana, el devenir nacional le tiene reservadas».

Es la hora y es ahora.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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