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Opinión

No hay olvido. Por Raúl Saucedo

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Decreto historico

En el inicio de la nueva administración el viento fue favorable para la historia, pareciera como si los susurros de miles se desplegarán nuevamente con consignas viejas (algunas de ellas vigentes aun). Las voces calladas, los estudiantes que un día alzaron la mano y fueron devorados por el silencio impuesto por el sistema, rondaban una vez más en el aire de la Ciudad de México. Fue este miércoles 2 de octubre y primer día del gobierno de Claudia Sheinbaum como presidenta de México, que en su primera conferencia de prensa, el pasado alcanzo a el presente, y en las palabras de la mandataria, las heridas de una nación se reconocieron a sí misma.

Claudia Sheinbaum firmó su primer decreto, uno que no solo hablaba de justicia, sino que invoca el espíritu de un país que nunca dejó de recordar. El decreto, cual conjuro añorado, establecía que lo ocurrido el 2 de octubre de 1968, en la plaza de las tres culturas en Tlatelolco, debía ser reconocido por lo que siempre había sido: un crimen de lesa humanidad. Aquella masacre, que se llevó consigo los sueños, proyectos y las vidas de estudiantes que exigían ser escuchados, eran ahora un grito de una «hija del 68».

La madre de la científica, una profesora del Instituto Politécnico Nacional (IPN), había estado allí, en medio del fuego cruzado, ayudando a los estudiantes. Por ello, este decreto no solo era una formalidad gubernamental; era un mandato del alma, un lazo entre generaciones que compartían el mismo anhelo de justicia. Como presidenta y como hija, Sheinbaum decidió que las heridas abiertas debían sanar, y la única manera de iniciarlo  era a través del reconocimiento y la memoria.

El decreto, que será publicado en el Diario Oficial de la Federación, no sólo reconoce en sus letras el terror de ese día, sino que también exige que el Estado Mexicano, pidiera una disculpa pública. En su texto, Sheinbaum dejó en claro que el gobierno que ella encabezaba asumía una responsabilidad moral y política frente a los hechos de 1968. En su calidad de jefa suprema de las Fuerzas Armadas, giró una orden tan solemne como tajante: “Nunca más”. Las estructuras militares, que un día arrebataron futuro no volverían a ser usadas contra el pueblo de México.

La plaza de Tlatelolco, donde la loza fue teñida de rojo, ya no era solo un lugar físico; se había convertido en un símbolo eterno de resistencia. Aquellos que perdieron la vida allí, cuyas voces aún resuenan entre los ecos de los edificios grises, recibían un aliciente histórico desde el poder. La secretaría de gobernación pronunciaba en nombre del Estado Mexicano la disculpa pública. Las palabras salieron con el peso de una historia no contada, pero conocida por todos. “Este crimen de lesa humanidad fue ideado, ejecutado y encubierto desde la más alta autoridad del poder público”. Y el aire, pesado y denso, pareció asentir.

El expresidente Gustavo Díaz Ordaz, el hombre detrás de la represión, había asumido en su momento la responsabilidad total de la masacre, pero no era suficiente. La sangre derramada no se limpia con palabras dichas en soledad. El proceso debía ser colectivo, debía involucrar a un país entero dispuesto a enfrentar su pasado. La disculpa no era solo para los muertos, sino también para aquellos que aún buscan en sus sombras una respuesta, una redención.

El 2 de octubre de 1968 no fue solo una fecha, fue un punto de inflexión en la historia de México. En aquel entonces, el país se preparaba para recibir los Juegos Olímpicos, y el gobierno de Díaz Ordaz temía que la imagen de estabilidad y orden que se querían proyectar al mundo de México se viera empañada por un movimiento estudiantil que desafiaba las estructuras del poder. Pero la represión no trajo paz sino dolor, y el país nunca fue el mismo.

Ahora, México bajo el mandato de la científica, los ecos de aquel octubre resuenan con fuerza, pero no con miedo. El decreto, firmado en el 56º aniversario de la masacre, es un llamado a la memoria, una advertencia al futuro. Nunca más se permitirá que el poder sea usado para silenciar al pueblo. La disculpa pública es un recordatorio de que la historia no se olvida.

Mientras la algarabía social y colectiva está atenta al inicio del gobierno de la primera mujer presidenta de este país, esté Chihuahua con espresso en mano espera con la firma plazmada la sanación familiar, histórica y social de lo que sucedió en el homónimo edificio

@Raul_Saucedo

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Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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