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Opinión

Simplista. Por Raúl Saucedo

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¿Somos políticos?

El paradigma de izquierda y derecha ha dominado el discurso político a nivel mundial por siglos, enmarcando debates y definiendo bandos. Sin embargo, en la compleja actualidad, esta dicotomía se queda corta para capturar  y comprender la diversidad de ideologías y posiciones que coexisten en el mundo.

La división izquierda-derecha tiene sus raíces en la Revolución Francesa, donde los que apoyaban al rey se sentaban a la derecha en la Asamblea Nacional, mientras que los que buscaban el cambio se sentaban a la izquierda. Con el paso del tiempo, estos términos evolucionaron para representar un conjunto de valores e ideales políticos. La izquierda se asoció con la igualdad social, el progreso, la intervención estatal y la protección de los derechos de las minorías. La derecha, por otro lado, se vinculó con la tradición, el orden, la libertad individual, la economía de mercado y un Estado con funciones limitadas. Esta distinción se profundizó durante el transcurso del siglo XX, con el surgimiento de ideologías como el socialismo, el comunismo, el liberalismo y el conservadurismo.

En la práctica, el espectro político se manifiesta de diversas formas en los diferentes países, regiones y contextos. Los partidos políticos se ubican a lo largo de este espectro, ofreciendo propuestas y plataformas que reflejan sus ideologías. Los ciudadanos, a su vez, se identifican con diferentes posiciones políticas en función de sus valores, intereses personales y experiencias. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja que una simple división binaria.

Si bien este paradigma ha sido útil para entender y explicar la política durante mucho tiempo, hoy en día considero que se  presenta varias limitaciones para considerarlo así tales como:

La Simplificación excesiva Reduciendo así la complejidad de las posturas políticas a solo dos categorías, ignorando las múltiples dimensiones que conforman una ideología. Por ejemplo, alguien puede estar a favor de políticas económicas de izquierda y al mismo tiempo apoyar valores sociales conservadores. Esta simplificación puede llevar a malentendidos y dificultar la comprensión de las diferentes posiciones.

La Polarización: Fomenta la división y el enfrentamiento entre estos dos bandos opuestos, dificultando el diálogo y la búsqueda de consensos. En un clima de polarización, las posiciones se radicalizan y se pierde la capacidad de entendimiento y comprensión  del otro.

Estancamiento: Impide la realización de nuevas ideas y movimientos políticos que no encajan en las categorías tradicionales. El mundo está en constante cambio y las problemáticas actuales requieren de enfoques novedosos que no se limiten solo a las fórmulas utilizadas en el pasado.

Ante las limitaciones, es necesario ir más allá del paradigma de izquierda y derecha y explorar nuevas formas de entender el espectro político. Algunas alternativas podrían ser:

Multidimensional: Considerar diferentes ejes ideológicos, como el económico (izquierda-derecha), el social (liberal-conservador), el ambiental (ecologista-antiecologista), el cultural (globalista-nacionalista), etc… Esto permitiría una representación más completa y matizada de las posiciones políticas.

Enfoque en valores: Analizar los valores fundamentales que subyacen a las diferentes ideologías, como la igualdad, la libertad, la justicia, la solidaridad, el orden, la tradición, etc. Esto facilita la comprensión de las motivaciones y objetivos de los diferentes actores políticos.

Política post-materialista: Incorporar temas como la calidad de vida, la participación ciudadana, la diversidad cultural y la sustentabilidad ambiental, que trascienden la división tradicional.  Estos temas reflejan las preocupaciones de las nuevas generaciones y demandan un enfoque más holístico de la política.

Es así apreciable lector que el hablar de política en el siglo XXI es empezar a hablar de estos paradigmas y empezar a ajustar nuestra forma de ver las necesidades de la población conforme a una agenda más amplia, es ésto o quizá estoy siendo demasiado simplista.

@Raul_Saucedo

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Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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