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Opinión

La caída del INAI, una historia de terror. Por Caleb Ordoñez T.

La transparencia es como el Wi-Fi en las oficinas de gobierno: todos dicen que lo tienen, pero cuando intentas usarlo, simplemente no funciona. La desaparición del INAI (Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales) aprobada por los diputados es el ejemplo más reciente de cómo los espejitos del poder pueden ser más opacos que los cristales de una casa abandonada.

Caleb Ordóñez T.

La transparencia no debería ser un tema controversial. Es la base para que los ciudadanos puedan confiar en sus gobernantes. Sin embargo, en México, pedir rendición de cuentas es como buscar oro en un río seco: esperanzador pero complicado. Sin un mecanismo que obligue a los gobiernos a rendir cuentas, el ciudadano promedio pierde la capacidad de preguntar, por ejemplo, ”¿En qué se gastaron los millones para aquel hospital que nunca se terminó?”.

Los gobiernos que priorizan la transparencia suelen tener menos problemas para justificar sus decisiones. Por eso, que un instituto como el INAI deje de operar plantea preguntas incómodas. No obstante, la desaparición también trae consigo una reflexión sobre los costos y la eficiencia de las instituciones, un punto que ha sido clave en el argumento de la Cuarta Transformación.

La 4T y el INAI: ¿Un gasto o una necesidad?

Desde que la Cuarta Transformación tomó las riendas del país, el INAI se convirtió en un tema polémico. Según el gobierno, el instituto es costoso y no ha cumplido con los objetivos para los que fue creado. Las acusaciones de ineficiencia y burocracia innecesaria han sido constantes.

Bajo este argumento, la 4T considera que el INAI representa un gasto excesivo en un momento en el que el país necesita optimizar recursos (costaba más de mil millones de pesos para operar anualmente). También argumenta que la transparencia puede garantizarse desde otras instancias del gobierno, como la Secretaría de la Función Pública, evitando duplicidad de funciones. Este enfoque responde a una visión de simplificación administrativa, que busca reducir la carga de estructuras gubernamentales que, según ellos, “no sirven al pueblo”.

Por otro lado, este planteamiento ignora un punto importante: el INAI actúa como un ente autónomo que, en teoría, no está supeditado al poder político. Su desaparición podría dejar la transparencia en manos del gobierno, lo que genera dudas sobre la imparcialidad en el manejo de la información pública.

Más allá de los argumentos de la 4T, la desaparición del INAI representa un desafío para la democracia. Este instituto garantizaba a los ciudadanos el derecho a acceder a información sobre contratos, presupuestos y decisiones gubernamentales. Sin él, las solicitudes de transparencia podrían caer en un limbo burocrático.

Además, la desaparición del INAI podría tener efectos adversos en el ejercicio de derechos fundamentales, como la protección de datos personales. Sin un organismo que vigile estos temas, los ciudadanos quedarían en una posición vulnerable frente al uso indebido de su información.

¿Qué sigue? ¿Un modelo más eficiente o más opaco?

Con la desaparición del INAI, las funciones de transparencia podrían ser absorbidas por la Secretaría de la Función Pública o por algún otro ente gubernamental. La pregunta es: ¿puede el gobierno ser juez y parte en temas de transparencia?

El gobierno asegura que la eliminación del INAI es un paso hacia una administración más eficiente y menos costosa. Sin embargo, críticos y expertos en derechos humanos advierten que esta decisión podría reducir la capacidad de los ciudadanos para exigir rendición de cuentas.

La desaparición del INAI pone en la balanza dos perspectivas: por un lado, la visión de la 4T, que busca un modelo gubernamental más austero y simplificado; por otro, la preocupación ciudadana por la pérdida de un ente autónomo que garantizaba transparencia y derechos.

Sea cual sea el desenlace, lo cierto es que la confianza en el gobierno no se puede decretar, se tiene que ganar. Y si las promesas de mayor eficiencia no se cumplen, los ciudadanos podrían enfrentar un escenario donde la transparencia sea más mito que realidad. Por ahora, queda esperar que las nuevas medidas no terminen siendo un “ahorita no joven” institucionalizado.

Dicen que desaparecieron al INAI porque su presupuesto era muy caro… pero, curiosamente, nadie sabe en qué se va a gastar ahora ese dinero. ¡Parece que el INAI habría sido útil para investigar eso!

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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