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Opinión

El abrazo. Por Raúl Saucedo

Ecos del Inicio y el Final

Apreciable lector vuelvo a usted en este año que inicia con ánimos de seguir construyendo un
espacio de relfexión y esque estas semanas ausentes me han hecho pensar en que usted y yo
aún tenemos mucho que decir y leer, es asi como le comparto la primera columna del año.
En el terreno de la política, donde las palabras suelen ser armas afiladas y los gestos
calculados movimientos estratégicos, existe un acto simple pero poderoso: El Abrazo. Más
allá de su significado afectivo, el abrazo en la esfera pública se convierte en un símbolo
cargado de simbolismo, capaz de transmitir mensajes que los discursos por sí solas no pueden
expresar.
A lo largo de la historia, los abrazos han sellado la paz entre regiones y naciones, que han
reconciliado a enemigos y detractores, que han sanado heridas profundas en el tejido de la
humanidad. El abrazo entre Mandela y De Klerk, tras décadas, simbolizó el inicio de una
nueva era en Sudáfrica. La imagen de Rabin y Arafat abrazándose en la Casa Blanca, tras la
firma de los Acuerdos de Oslo, encarnó la esperanza de paz en Oriente Medio.
El abrazo, en el contexto político, trasciende las ideologías y las diferencias. Es un gesto que
apela a nuestra humanidad compartida, a esa necesidad innata de conexión y empatía.
Cuando dos líderes políticos se abrazan, están enviando un mensaje que puede tener el poder
según sea el contexto.
En un mundo polarizado, donde las divisiones parecen agudizarse cada vez más, el abrazo se
erige como un recordatorio de que, a pesar de nuestras diferencias, todos compartimos un
destino común. Es un llamado a la búsqueda de puntos de encuentro y a la construcción entre
iguales.
El abrazo no es una solución mágica a los conflictos, pero sí es un primer paso, un gesto tan
humano que abre la puerta al diálogo. Es una muestra de que, incluso en la arena política, hay
espacio para la humanidad, para la compasión y para la esperanza.
En tiempos de incertidumbre y de crisis, necesitamos más que nunca el lenguaje de los
abrazos. Necesitamos líderes que se atrevan a tender la mano, a reconocer al otro y a
construir un futuro basado en la paz y la fraternidad. Un nuevo capítulo en nuestra historia.
El tema de esta columna viene a la luz dado que las semanas previas al fin del año y el inicio
de este 2025 fue muy común buscar a las viejas amistades a la familia lejana a los socios y
compañeros para dar El Abrazo y es quizá todos aquellos pechos estrellándose con el mio me
hicieron deambular en mis pensamientos y escribir esta columna de buena voluntad con los
pocos destellos que quedan de las fiestas.
Espero lector que sus abrazos de las semanas previas hayan sido para la memoria ya que
algunos abrazos son motor, despedida, añoranza, fantasía y algunos de ellos pueden venir de
tres…

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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