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Opinión

Los tres compadres. Por Raúl Saucedo

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ECOS OVALES

Europa no es un monolito, sino un mosaico de naciones con historias, economías y objetivos diversos. Sin embargo, tres países se alzan como los pilares de este complejo andamiaje: Alemania, Francia y el Reino Unido. Cada uno, con su propio peso y su particular visión del mundo, ejerce una influencia determinante que moldea el destino del continente y su papel en el escenario global. Su relación es un delicado equilibrio de competencia y colaboración, una danza constante que define la dirección política y económica de Europa.

Alemania es la potencia económica por excelencia de Europa. Su fuerza radica en una industria exportadora de alta calidad, un modelo social de consenso y una política fiscal prudente que le han valido el apodo de «la locomotora de Europa». Su política interior es un ejemplo de pragmatismo y estabilidad, con una cultura de la negociación que busca el acuerdo sobre la confrontación. En el ámbito exterior, el poder alemán es fundamentalmente económico y diplomático. A pesar de ser la mayor economía de la Unión Europea, su historia la ha llevado a ser reacia a la proyección de poder militar, prefiriendo el liderazgo a través del poder blando y la influencia financiera. Su gran agenda pareciera que es la adaptación a los retos del futuro, como la transición energética y la digitalización, sin perder su ventaja competitiva.

Francia, por su parte, es el eje político y estratégico de Europa. Con una tradición de centralismo y un fuerte sentido de la soberanía nacional, su política interior es un terreno de confrontación de ideas, donde los debates sobre el papel del Estado y el futuro de la sociedad son constantes. A nivel global, Francia se distingue por su ambición geopolítica. Es la única potencia nuclear de la UE y un actor militar de peso en África y otras regiones. Su diplomacia es enérgica, buscando constantemente la autonomía estratégica de Europa frente a Estados Unidos y otras potencias. La tensión entre su aspiración a la grandeza (Siempre Napoleónicas) y las realidades económicas, con un gasto público elevado y rigideces estructurales, es una constante en su política.

Fuera de la Unión Europea tras el Brexit, el Reino Unido se encuentra en un proceso de redefinición de su papel global. Su economía, dominada por el sector financiero y de servicios de la Ciudad de Londres, busca nuevos mercados y acuerdos comerciales. La política interna británica está marcada por el debate sobre su identidad y las crecientes tensiones entre sus naciones constituyentes. En la escena internacional, el Reino Unido ha fortalecido su alianza con Estados Unidos y la OTAN, mientras intenta consolidar su influencia a través de la Commonwealth (Organización intergubernamental de 56 países)  y su estatus como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. Su principal reto es encontrar un nuevo equilibrio entre su pasado como imperio y su futuro como una potencia global de tamaño medio.

Estas tres naciones no son solo competidores, sino también socios. Alemania, Francia y el Reino Unido representan tres modelos de poder distintos pero complementarios. La solidez económica de Alemania, la audacia estratégica de Francia y la visión global del Reino Unido son fuerzas que, cuando se alinean, tienen la capacidad de marcar agenda internacional. Su interacción, a veces tensa, otras cooperativa.

Las anteriores líneas parecieran un fragmento de un manual del Eurocentrismo, mismas que se desdibujarían dentro de la última imagen de la oficina oval en Washington donde el  presidente 47 de la unión americana pareciera que da clases a unos alumnos mal portados ó rezagados… estampas de la actualidad, donde unos tienen que tragar pinole y seguir silbando.

@Raul_Saucedo

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Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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