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Opinión

El nuevo pacto de EU y México: ¿Socios a la fuerza? Por Caleb Ordóñez T.

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En política internacional pocas cosas pesan tanto como la relación entre México y Estados Unidos. A lo largo de la historia, cada acuerdo ha sido un espejo de los tiempos: desde la Iniciativa Mérida, que en su momento fue vista como una extensión del poder estadounidense, hasta los choques por migración y aranceles bajo la era Trump. Hoy, sin embargo, con la firma del nuevo acuerdo de seguridad, el tablero se mueve hacia un horizonte inesperado: cooperación con respeto a la soberanía.

Caleb Ordoñez T.

Caleb Ordoñez T.

Este pacto, anunciado con bombo y platillo en ambos países, establece que México y Estados Unidos trabajarán juntos en temas de seguridad a través de intercambio de información, capacitación mutua y operaciones espejo en la frontera. ¿Qué significa esto en la práctica? Que cuando haya reportes de tráfico de armas en un lado, el otro responderá de inmediato. Que agentes mexicanos podrán formarse en EE.UU., y al mismo tiempo oficiales norteamericanos aprenderán protocolos como el Plan DN-III y el Plan Marina. Todo bajo una regla de oro: no habrá tropas extranjeras operando en México.

Los números hablan. El acuerdo no surge de la nada, sino como resultado de una cooperación que ya está mostrando cifras llamativas. En apenas ocho meses, los encuentros migratorios en la frontera norte se han reducido hasta en un 93 %. La extradición de 55 líderes criminales ha sido interpretada como una señal clara de voluntad mexicana para enfrentar al crimen organizado. Y mientras el fentanilo sigue siendo el gran enemigo común, se presume una caída del 50 % en decomisos, lo que sugiere mayor control en la cadena de producción y tráfico. Además, en México los crímenes de alto impacto han bajado un 32 %, lo que fortalece el argumento de que la estrategia está funcionando.

Estos datos son un arma política en sí misma. Para el gobierno mexicano representan legitimidad frente a las críticas internas que cuestionan su capacidad de enfrentar a los cárteles. Para Washington son municiones de campaña, pues muestran resultados tangibles en el tema que más preocupa al electorado estadounidense: la frontera.

La narrativa de Rubio y la sombra de Trump

En medio de este escenario llegó Marco Rubio, ahora secretario de Estado estadounidense, con un discurso de cooperación que contrasta —aunque no del todo— con el tono beligerante de Donald Trump. Rubio declaró que “no hay ningún gobierno que coopere más que México”, una frase que sirve tanto de halago como de advertencia: cualquier retroceso podría ser leído como traición.

Trump, por su parte, ha insistido en narrativas duras: catalogar a los cárteles como terroristas, justificar ataques unilaterales en terceros países y hablar de militarización de la frontera como si se tratara de la única salida. Esa línea de pensamiento, aunque radical, aún resuena en sectores del electorado y mantiene la tensión latente.

La visita de Rubio buscó, entre otras cosas, suavizar esa retórica. Presentó la relación bilateral como una asociación estratégica, más que como un pleito de poder. Sin embargo, el fantasma de Trump ronda inevitablemente: cualquier incidente grave podría reavivar la tentación intervencionista de Washington.

Una nueva relación: socios, no subordinados. El punto central de este acuerdo, y lo que lo diferencia de otros intentos fallidos, es que México logró blindar su soberanía. La presidenta Claudia Sheinbaum fue clara al subrayar que no habrá operaciones militares extranjeras en territorio nacional. Esta es una línea roja que busca calmar las aguas internas —donde la narrativa de injerencia suele encender pasiones— y al mismo tiempo establece un marco de confianza con EE.UU.

Lo que veremos de ahora en adelante es una relación menos vertical. México ya no aparece como el socio débil que simplemente acepta instrucciones; se sienta en la mesa como aliado que pone condiciones. Estados Unidos, urgido por la crisis del fentanilo y la presión migratoria, parece haber aceptado este esquema.

A mediano plazo, este modelo puede abrir la puerta a algo más grande: cooperación en inteligencia financiera, tecnología de vigilancia y hasta campañas binacionales de salud pública contra las drogas. Si funciona, se convertirá en una especie de “Plan de Seguridad del Siglo XXI”, una evolución natural tras el desgaste de la Iniciativa Mérida.

El gran desafío será sostener la confianza. Las operaciones espejo, las capacitaciones cruzadas y el intercambio de información requieren un nivel de transparencia inédito entre ambos países. Bastará una filtración, un operativo mal coordinado o una narrativa electoral incendiaria para poner todo en riesgo.

Hoy, México y Estados Unidos parecen haber encontrado un punto medio entre la obsesión de Washington por la seguridad y la insistencia mexicana en la soberanía. Si logran mantener ese equilibrio, este acuerdo podría ser recordado como el inicio de una nueva era bilateral: una donde, por fin, se actúa como socios y no como vecinos desconfiados.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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