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Opinión

El costo del odio en la política. Por Caleb Ordóñez T.

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En estos días el mundo nos muestra escenas que, más que noticias, parecen espejos rotos en los que nadie quiere mirarse. Historias de violencia política, de polarización sin freno y de sociedades que de pronto despiertan en medio del caos. Y aunque los vemos como problemas lejanos —Nepal, Ucrania, Estados Unidos o Argentina— lo cierto es que en México estamos más cerca de ese precipicio de lo que creemos.

Hace unos días, el asesinato del activista conservador norteamericano Charlie Kirk en Estados Unidos sacudió la política de ese país. Un crimen político y religioso con todas sus letras, resultado de un ambiente en el que la palabra se convirtió en bala, y el adversario en enemigo a exterminar. Lo mató no un ejército extranjero, sino el odio sembrado en casa. Murió por su forma de pensar la solución a problemas sociales y por ser orgullosamente cristiano, en una sociedad gringa cada día más confundía.

En Nepal, la generación Z se cansó de la corrupción y salió a las calles. Al principio fueron protestas, luego incendios de edificios públicos, 19 muertos, más de 700 heridos y un primer ministro que no tuvo más remedio que renunciar. Lo que comenzó como reclamo legítimo se transformó en rabia desbordada.

En Argentina, la polarización económica y política ha convertido cada marcha en un campo de batalla. Oficialistas y opositores parecen hablar en idiomas distintos, incapaces de acordar incluso lo básico: cómo contener una inflación que devora bolsillos y esperanzas. La democracia sufre cuando el diálogo es imposible y las calles se llenan de banderas opuestas.

Y en Estados Unidos ocurrió algo que duele en lo más humano: Iryna Zarutska, una joven refugiada ucraniana que había huido de la guerra buscando paz, fue asesinada brutalmente en un tren. El agresor, un exconvicto, la atacó sin razón aparente. Lo más terrible no fue solo la violencia, sino la indiferencia: pasaron segundos eternos en los que nadie se acercó a ayudarla. Murió sola, degollada, en medio de la multitud. Su historia recuerda que la deshumanización empieza cuando decidimos voltear la mirada.

¿Qué tienen en común estos episodios? Que todos son hijos de la polarización y de la incapacidad de las instituciones y de los ciudadanos para contenerla. Y aquí es donde México debe mirarse al espejo.

México y sus propias alarmas

Nuestro país ha vivido ya las primeras alarmas: decenas de candidatos asesinados en procesos electorales, presidentes municipales gobernando bajo amenazas, discursos oficiales que dividen entre “buenos” y “malos”, entre “conservadores” y “transformadores”. En redes sociales no hay debate, hay trincheras. Y en las calles, la violencia del crimen organizado se mezcla con la política como un veneno que corroe la confianza ciudadana.

Y para colmo, los propios legisladores, que deberían ser ejemplo de civilidad, se convierten en espectáculo de vergüenza nacional: escupiéndose, empujándose, gritándose insultos y mentándose la madre en el Congreso. ¿Cómo pedirle a la ciudadanía que debata con altura cuando quienes hacen las leyes se comportan como si la política fuera una pelea de barrio?

El riesgo es claro: si seguimos alimentando la lógica del odio, si dejamos que el adversario se convierta en enemigo, si nos acostumbramos a ver la violencia como parte del paisaje, un día la tragedia que hoy vemos en Nepal, en Argentina o en Estados Unidos será nuestra.

No se trata de sembrar miedo, sino de encender alarmas. La violencia política no llega de golpe: se construye poco a poco con cada insulto desde un atril, con cada mentira que se viraliza, con cada ciudadano que decide que “no es su problema” cuando alguien sufre.

¿Qué hacer entonces? Primero, exigir a nuestros líderes políticos que bajen el tono. La palabra importa: una frase incendiaria en boca de un presidente, de un gobernador o de un legislador puede ser la chispa que encienda la pólvora. Segundo, fortalecer las instituciones de justicia y seguridad, porque sin árbitros confiables la cancha se convierte en selva. Y tercero, asumir como ciudadanos que la democracia no se defiende desde la comodidad del sofá: se defiende participando, informándose, dialogando incluso con quien piensa distinto.

La lección está ahí, en cada noticia internacional que leemos con horror. México todavía está a tiempo de elegir un camino distinto, de evitar que nuestras diferencias políticas se conviertan en trincheras de sangre. Pero para lograrlo, debemos dejar de ver la violencia como un espectáculo ajeno y reconocerla como una amenaza propia.

Y aquí está el reto: o empezamos a tratarnos como adversarios democráticos capaces de dialogar, o terminaremos viéndonos como enemigos a destruir. La historia reciente del mundo nos advierte lo que pasa cuando gana el odio. La pregunta es simple y brutal: ¿queremos que México sea recordado como una nación que aprendió de los espejos ajenos… o como un país que prefirió romperse en mil pedazos frente a ellos?

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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