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¿QUIEN PARA EL EMPOBRECIMIENTO DE CHIHUAHUA? Por Víctor Quintana

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Los datos siguen cayendo tan certeros como dardos, tan pesados como lozas: no solo nuestros indígenas, sino el conjunto del estado de Chihuahua está experimentando un grave retroceso económico y social.

Vayan tan sólo las últimas cifras: según la Evaluación de la Política de Desarrollo Social  2011, del Consejo Nacional de Evaluación de Política Social, CONEVAL,  Chihuahua con 255 mil nuevos pobres fue de las entidades donde más se incrementó la pobreza entre 2008 y 2011, junto con Veracruz, Guanajuato y Baja California.

Por otra parte, el mismo CONEVAL asienta que en Chihuahua se concentran tres de los municipios con mayor porcentaje de pobreza en todo el país: Morelos con un 60.5% de sus habitantes en pobreza extrema; Batopilas, con un 55.4% y Guachochi, con un 52.4%. Pero además de estos municipios hay otros 11 que figuran entre los que cuentan con un mayor porcentaje de pobres totales, es decir, ya sea en pobreza extrema o pobreza moderada: Guadalupe y Calvo, Uruachi, Maguarichi, Chínipas, Urique, Balleza, Carichí, Guazapres, Ocampo, Moris y Nonoava, todos ellos entre un 71 y un 90% de pobres totales. En todos ellos el número de personas aquejadas por alguna forma de pobreza oscila entre un 71 y un 90%.

Hemos señalado en repetidas ocasiones que no existe una política de Estado, es decir de todos los niveles de gobierno y de la sociedad para hacer frente a la pobreza en Chihuahua. Esto es cierto, pero ahora podemos agregar otro dato: la pobreza aumenta en Chihuahua porque tenemos un bajísimo crecimiento económico. Si hay más población y se sigue produciendo lo mismo a cada quien le toca menos del producto estatal.

Así lo revelan los datos proporcionados por CANACINTRA (Diario de Chihuahua, 15 de febrero, nota de Manuel Quezada B.). De acuerdo a las mediciones del INEGI al tercer trimestre de 2011 el estado de Chihuahua fue uno de los que experimentó un menor crecimiento anual de su economía, con un ínfimo 1.5%. En contraste, las siguientes entidades mostraron altos índices de crecimiento de su producto: Colima (11.55%) Sinaloa (10.26%), Sonora (9.37%), Querétaro, (8.48). Tabasco (8.24), Nuevo León (7.63), Puebla, (7.40), Hidalgo (7.28), Quintana Roo (6.99), San Luis Potosí ((6.55), Baja California (6.26), Coahuila (6.14) y Jalisco (5.78).

Se podrá alegar que la economía de Chihuahua no crece por la inseguridad.¿entonces por qué otros estados que padecen también una grave inseguridad crecen varias veces más que nosotros, como es el caso de Sinaloa, Nuevo León, Baja California y Coahuila?  También se podrá decir que no crecemos por el problema de la sequía, pero también Coahuila, Nuevo León y San Luis Potosí, que crecen mucho más, están siendo aquejados por el cambio climático.

No hay saque posible: Chihuahua no está creciendo ni se está desarrollando porque no hay rumbo ni liderazgo ni una política pública, no de gobierno, sino de sociedad y todos los niveles de gobierno para encauzar y promover crecimiento económico y desarrollo social. El último esfuerzo concertado que se hizo, sobre todo en lo económico, fue el de los clusters, durante el gobierno de Francisco Barrio. De ahí en fuera ha imperado la arrogancia gubernamental, como lo pudimos constatar cuando en 2007 desde el Congreso del Estado realizamos una serie de observaciones al modelo de crecimiento económico. Ningún gobierno arrogante y falto de credibilidad puede concitar la participación de iniciativa privada y sociedad civil,  ya no digamos para desarrollar a Chihuahua sino cuando menos para detener la deriva hacia un mayor empobrecimiento. Se requiere capacidad de dirección intelectual, con personal e instituciones competentes,  y capacidad de dirección moral, es decir, sin sombra de duda de que la promoción económica será para servir al interés general y no a los consentidos sexenales.

O hay esto, o seremos la Oaxaca del norte, el Tchad o el Malí de Norteamérica.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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