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Opinión

LINCOLN, LA PELICULA por VICTOR OROZCO

Matías Romero, el embajador mexicano en Washington durante los tiempos de la intervención francesa, anotó en su diario el horrible espectáculo que a sus ojos le ofreció el mercado de negros en Nueva Orleans. Hombres, mujeres y niños estaban confinados en una especie de chiqueros, tratados peor que los cerdos. Es el mismo mercado que le causó repulsión a Abraham Lincoln, según lo refiere el protagonista de la película dirigida por Steven Spielberg. Pero, al grueso de los ciudadanos norteamericanos no les causaba ninguna desazón ubicar a cuatro millones de individuos en la condición de las bestias. En el Sur, donde habitaban la mayoría de ellos, además, la economía se fundaba en su trabajo. Pequeña adición a la enseñanza bíblica, que la hacía aún más convicente. A tal precepto, contenido en el Génesis, se habían atenido los blancos desde los primeros tiempos del cristianismo, credo que asimiló la leyenda del judaismo. Según el mito, Jehová maldijo a Caín y a sus descendientes,  condena ratificada luego por Noé a los hijos de Ham,  sentenciándolos a servir por siempre a los de piel blanca. Para distinguirlos, Dios les impuso las marcas de la piel negra, el pelo crespo y la nariz ancha. Les prohibió además mezclar su sangre con la de los amos, por los siglos de los siglos. En eso creía el furibundo congresista que fuera de sí, insultaba a los radicales abolicionistas diciendo que pretendían desobeceder un mandato divino. Y quien más, quien menos, a todos imbuía esta aberración. No en balde, aún los protectores de los indígenas americanos, como nuestro Bartolomé de las Casas, no encontraban ninguna contradicción en socorrer a los indios, al mismo tiempo que pugnaban por la importación de esclavos africanos. O los encomiables educadores jesuitas, cuya orden fue la mayor propietaria de esclavos en las Indias Occidentales.

En Estados Unidos, sólo algunos excepcionalmente audaces como Thaddeus Stevens (Tom Lee Jones, en la cinta) el diputado radical se atrevían a cuestionar el dogma y a luchar abiertamente por la igualdad. La humanidad y congruencia de este monstruo parlamentario –se le apodó el dictador del Congreso- resalta también en el lecho conyugal, que comparte con Lyidia Hamilton Smith, una bella mulata quien fue su compañera amorosa durante casi toda su vida. Sin embargo,  tan poderoso e inexpugnable era el prejuicio, que aún él hubo de conceder y declarar que creía sólo en la igualdad ante la ley, no en la igualdad humana. De otra manera, la mayoría hubiera votado por mantener la milenaria injusticia. Es uno de los momentos cumbres de la película.

Abraham Lincoln, representado por Daniel Day-Lewis, es un personaje de dimensión universal, sobre el cual los historiadores han debatido entre otras cuestiones si padecía de una crónica depresión o si poseía un carácter profudamente melancólico. Esto fue lo que encontró Doris Keans Goodwin, la autora de Teams of Rivals. The Political Genius of Abraham Lincoln, la obra que sirvió de base para el guión cinematográfico.  Y es también la guía de su personificador, quien nos entrega a un Lincoln  irónico, bromista, contador incansable de anécdotas y al mismo tiempo taciturno y ensimismado. O quizá el peso de la colosal responsabilidad política, aunado al de un tormentoso matrimonio convertido en otro frente de batalla, -quizá más atroz que el librado en el gobierno- acabó por hundirlo en la aflicción. Algo así le confesó a Ulises Grant, cuando le dijo que el cansancio le mordía los huesos. No obstante su pesadumbre o quizás por ella, salió airoso en los dos campos, gracias entre otras virtudes a su talento para desarrollar jugadas políticas maestras y a su paciencia para sortear la histeria irrefrenable de su esposa Mary Todd, espléndidamente caracterizada por la veterana Sally Field. Sin demasiado prestigio al asumir el cargo, -por decirlo de una manera benevolente- Lincoln conformó un equipo con sus competidores por el poder, (de allí lo de Team of Rivals), cada uno con mayor brillo y fogueo que los suyos, sobre todo William Seward a quien nombró Secretario de Estado. (Caso parecido, por cierto, al de Benito Juárez, su contemporáneo). Pronto se alzó por encima de todos e igualó su estatura física con la política y moral. Debo decir que me enamoré de esta figura histórica en mis años de adolescente, cuando leía con avidez los libros de Emil Ludwig, experto en sumergirse en las honduras del alma de sus biografiados. Me impresionaban la inteligencia y a la vez, el desparpajo o modestia del joven abogado rural y ambulante, confiado más en el saber de la vida que en el de los libros.

El dilema casi imposible de resolver y al que hizo frente, estaba en la raíz misma de la nación norteamericana. Sus dos documentos fundacionales, la Declaración de Independencia y la Constitución, nacieron con una contradicción irresoluble: la primera declaraba a todos los hombres iguales y la segunda obligaba a las autoridades a devolver los esclavos fugitivos. ¿A cual atender?. Los norteños abolicionistas se abanderaron con la primera y los esclavistas del Sur con la segunda. Por eso, tenía sus razones el diputado que le espetó, no puede hacer las dos cosas: salvar la unión y emancipar a los esclavos. O una u otra. En los inicios de la guerra, el presidente republicano había optado con claridad por la primera. En su famos carta al periodista Horacio Greeley, habia enfatizado: “Mi objetivo actual es ante todo salvar la Unión, y no salvar o destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la Unión sin libertar a un solo esclavo, lo haría; si pudiera salvarla liberando a todos los esclavos, lo haría; si pudiera salvarla con la liberación de una parte de los esclavos y el abandono de la otra parte, también lo haría”. La capacidad bélica de los ejércitos confederados lo persuadió de la razón que asistía al argumento esgrimido por los radicales: para derrotarlos era indispensable eliminar su base material y reclutar a los negros  para el ejército unionista. Esto fue lo que hizo a partir del 1 de enero de 1863 con la Proclama de Emancipación, que declaró libres a los esclavos de los estados rebeldes, provocando que miles de ellos acudieran a pelear bajo la bandera de las barras y las estrellas.

A este decreto ejecutivo le siguió dos años más tarde la reforma constitucional, prohibiendo la esclavitud en todo el territorio de los Estados Unidos. La película esta dedicada a la infernal contienda ética y política librada para alcanzar las dos terceras partes de los votos requeridos. Lincoln se empeña a fondo en ello y no escatima recursos para vencer la resistencia de los esclavistas, de los radicales antiesclavistas y de los del pantano, que por razones distintas y antagónicas se oponían a la enmienda. La orden fue terminante: consigan los votos, así sea mediante sobornos y chantajes. Al final, entre él mismo y sus cabilderos lo logran. La proeza, hace decir a  Stevens, una personalidad subyugante de la película, algo así: una de las causas más nobles ha triunfado, por medio del fraude, conducido por el más limpio hombre de la nación.  Extrañas paradojas, que nos hacen recordar cómo la virtud de un estadista es distinta a la del hombre común.

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Opinión

León. Por Raúl Saucedo

La estrategia de la supervivencia

El pontificado de León XIII se desplegó en un tablero político europeo en ebullición. La unificación italiana, que culminó con la pérdida de los Estados Pontificios, dejó una herida abierta.

Lejos de replegarse, León XIII orquestó una diplomacia sutil y multifacética. Buscó alianzas —incluso improbables— para defender los intereses de la Iglesia. Su acercamiento a la Alemania de Bismarck, por ejemplo, fue un movimiento pragmático para contrarrestar la influencia de la Tercera República Francesa, percibida como hostil.

Rerum Novarum no fue solo un documento social, sino una intervención política estratégica. Al ofrecer una alternativa al socialismo marxista y al liberalismo salvaje, León XIII buscó ganar influencia entre la creciente clase obrera, producto de la Revolución Industrial. La Iglesia se posicionó como mediadora, un actor crucial en la resolución de la “cuestión social”. Su llamado a la justicia y la equidad resonó más allá de los círculos católicos, influyendo en la legislación laboral de varios países.

León XIII comprendió el poder de la prensa y de la opinión pública. Fomentó la creación de periódicos y revistas católicas, con el objetivo de influir en el debate público. Su apertura a la investigación histórica, al permitir el acceso a los archivos vaticanos, también fue un movimiento político, orientado a proyectar una imagen de la Iglesia como defensora de la verdad y del conocimiento.

Ahora, trasladémonos al siglo XXI. Un nuevo papa —León XIV— se enfrentaría a un panorama político global fragmentado y polarizado. La crisis de la democracia liberal, el auge de los populismos y el resurgimiento de los nacionalismos plantean desafíos inéditos.

El Vaticano, como actor global en un mundo multipolar, debería —bajo el liderazgo de León XIV— navegar las relaciones con potencias emergentes como China e India, sin descuidar el diálogo con Estados Unidos y Europa. La diplomacia vaticana podría desempeñar un papel crucial en la mediación de conflictos regionales, como la situación en Ucrania o las tensiones en Medio Oriente.

La nueva “cuestión social”: la desigualdad económica, exacerbada por la globalización y la automatización, exige una respuesta política. Un León XIV podría abogar por un nuevo pacto social que garantice derechos laborales, acceso a la educación y a la salud, y una distribución más justa de la riqueza. Su voz podría influir en el debate sobre la renta básica universal, la tributación de las grandes corporaciones y la regulación de la economía digital.

La ética en la era digital: la desinformación, la manipulación algorítmica y la vigilancia masiva representan serias amenazas para la democracia y los derechos humanos. León XIV podría liderar un debate global sobre la ética de la inteligencia artificial, la protección de la privacidad y el uso responsable de las redes sociales. Podría abogar por una gobernanza democrática de la tecnología, que priorice el bien común sobre los intereses privados.

El futuro de la Unión Europea: con la disminución de la fe en Europa, el papel del Vaticano se vuelve más complejo en la política continental. León XIV podría ser un actor clave en la promoción de los valores fundacionales de la Unión, y contribuir a dar forma a un futuro donde la fe y la razón trabajen juntas.

Un León XIV, por lo tanto, necesitaría ser un estratega político astuto, un líder moral visionario y un comunicador eficaz. Su misión sería conducir a la Iglesia —y al mundo— a través de un período de profunda incertidumbre, defendiendo la dignidad humana, la justicia social y la paz global.

Para algunos, el nombramiento de un nuevo papa puede significar la renovación de su fe; para otros, un evento geopolítico que suma un nuevo actor a la mesa de este mundo surrealista.

@Raul_Saucedo

rsaucedo.07@uach.mx

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