Conecta con nosotros

Opinión

CONCLUSIONES SOBRE LA MIGRACIÓN MEXICANA (SEGUNDA DE 2 PARTES)

Barack Obama ha dejado en claro que en su segundo mandato de gobierno, la reforma migratoria marcará una nueva época, pues está seguro que es el momento de “sacar de la sombra y llevar a la luz” a los inmigrantes y apresurar una reforma migratoria para el bien de la economía de los Estados Unidos.

Los mexicanos debemos tener claro que una cosa es la reforma migratoria que apruebe el senado de los Estados Unidos, elaborada para defender los intereses de los norteamericanos, y otra cosa muy distinta será el Acuerdo Migratorio que se firme con México… quien sabe cuando.

Desde los años cuarentas México y EU, han firmado una veintena de acuerdos, fundamentalmente orientados a aspectos migratorios, no vale la pena citarlos porque ninguno tuvo un impacto positivo en las condiciones de trabajo de nuestros paisanos. Ni siquiera el Programa Bracero 1942-64, originado por la 2ª. Guerra, que por cierto a muchos de ellos aún les adeudan sus fondos de ahorro.

Todos queremos un acuerdo migratorio que garantice el respeto a los derechos humanos de nuestros connacionales; que les asegure remuneraciones y prestaciones dignas; y, que permita un flujo ordenado de los mismos con legalidad y seguridad. ¿Los senadores vecinos estarán pensando lo mismo?

Estados Unidos podría asumir una conducta social positiva: regular la entrada de inmigrantes con un acuerdo o una ley migratoria federal; controlar el número de inmigrantes; y reconocer sus derechos laborales y humanos.

Los temas de seguridad interna y de legalidad, profundamente arraigados en el espíritu estadounidense, adicionados por el temor a la pérdida de la identidad cultural, inculcados por la hegemonía angloparlante que subyace en las mentes conservadoras, producen un entorno adverso a los objetivos de Obama.
Esto explica también, la actitud anti inmigrantes de un segmento de estadounidenses, principalmente de los blancos de Arizona, California, Nuevo México y Texas. Pero de ninguna manera se justifica la violación de los derechos humanos y laborales de los indocumentados. Reconocemos y compartimos que cualquier pueblo y nación tiene derecho a proteger sus fronteras, su identidad nacional y establecer reglas de inmigración y regulación de extranjeros.

La emigración mexicana a Estados Unidos, ha dejado un saldo positivo para todas las partes, ya que el crecimiento del sur de aquél país, no se explica sin la participación de los mexicanos, en tanto que éstos, han encontrado fuentes de trabajo, logrando sobrevivir, sí bien, a costos humanos muy elevados.

Lo feo del asunto, es que nuestros paisanos sean utilizados como objeto y no como un fin; que todo ese despliegue colectivo de talentosa y creadora fuerza de trabajo, no se traduzca en niveles dignos de vida, tanto para los trabajadores, como para sus familias en ninguno de los dos países.

Queda claro que lo que suceda con la reforma migratoria que apruebe el Senado de EU, y lo que se logre con el acuerdo migratorio entre ambas naciones, de ninguna manera resolverá las causas de la emigración mexicana…y que por el contrario, recrudecerá el desempleo en nuestro país.

¿Queremos seguir con la vergonzosa e inhumana emigración?, ¿Queremos seguir aumentando el comercio informal?, ¿Queremos seguir aumentando el número de pobres? ¿Queremos seguir al borde de la ingobernabilidad, por la ineficacia del gobierno en el combate a la delincuencia?

Si no queremos todo eso, deberemos de replantear el papel del Estado Mexicano en el desarrollo nacional y su inserción en el contexto externo, incluyendo la revisión del tratado de libre comercio, haciéndolo mas justo y equitativo para los empresarios y trabajadores mexicanos, sobre todo los del campo. kamelathie@gmail.com

20130208-143029.jpg

Clic para comentar

You must be logged in to post a comment Login

Leave a Reply

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto