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LA VICTORIA TRICOLOR HA DE SER INOBJETABLE por LUIS OCHOA MINJAREZ

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entro de breves días terminará formalmente la fase más dinámica y emotiva el proceso electoral del  7 de julio venidero, fecha en la que elegiremos nuevos presidentes municipales del Estado Grande, así como diputados locales, regidores y síndicos de cada municipalidad.

La mayor parte de los mexicanos aspiramos a un proceso electoral democrático, transparente, diáfano y, sobre todo, inobjetable. Sin embargo, como era de esperarse, ya asomó la cola la llamada “guerra sucia”, a la que invariablemente acude la oposición de derecha como recurso electoral.

La llamada “guerra sucia” en las actividades políticas y electorales, constituye uno de los vicios más indeseables de nuestra vida democrática. Guerra caracterizada por el uso de la diatriba, la calumnia y el adjetivo hiriente, utilizados como arma política en afán de descalificar o nulificar al adversario.

Por desgracia, y antes de que empiece el proceso electoral del ya cercano siete de julio, los epígonos del derechista partido de Acción Nacional, tanto municipal como estatal, ya dieron las primeras muestras de que no tienen la menor intención de renunciar a ese feo vicio de la guerra sucia.

Independientemente de lo inocuo y ridículo de los comentarios, salta a la vista que los voceros del PAN no piensan renunciar a su arraigado vicio de hacer política y campaña electoral a base de descalificaciones, insultos y diatribas.

Son muchos, inevitables y desastrosos los riesgos que se corren cuando, por ignorancia, rencor ideológico, compromisos con el extranjero o simples intereses personales, se pretende desempeñar actividades políticas con el hígado, no con el corazón, menos con el cerebro.

Si la política, –entendida como la actividad superior del ser humano que la ha llevado a la categoría de ciencia–, se ejerce sin principios, sin generosidad y sin amplia visión de de sus objetivos  se cae en la politiquería de poca monta, inspirada generalmente en dictados del estado de ánimo y reacciones del hígado.

Como se sabe, constitucionalmente los partidos políticos están considerados en nuestra ley suprema como entidades de interés público, es decir, son instituciones que sirven a la comunidad nacional, independientemente de sus tendencias ideológicas, sus intereses representados y sus tesis políticas, a condición de que se apeguen a la legislación correspondiente.

De ello podemos deducir que también nos conviene tener políticos profesionales sensatos, preparados, de buen corazón y, sobre todo, de generosidad comprobada. El electorado ya no admite políticos que utilizan la guerra sucia, el insulto y el adjetivo procaz como medios para llamar la atención y procurar votos y simpatías.

La derecha seguirá decadente mientras no prescinda de la diatriba y la descalificación en su discurso político como recurso electoral o como sonaja para llamar la atención. Pasaron a la historia aquellos jilgueros lenguas largas que en lugar de ideas y tesis políticas manejaban adjetivos infamantes dictados desde la región hepática, con peroratas y torrentes de palabrería hueca y vacía de contenido.

La diatriba y la guerra sucia como recursos electorales, vicios tan arraigados en los jilgueros de la corriente política de la derecha, deben ser rechazadas sin misericordia.

La del siete de julio próximo, ha de ser una inobjetable y aplastante victoria electoral del partido tricolor, el partido mayoritario del pueblo mexicano, urgido de recomponer el país y llevarlo por la senda del progreso auténtico y verdadero que beneficie a las mayorías y no solamente a la vieja minoría.

Vieja treta política: desalentar el voto

La vieja y antipatriótica treta de desalentar el ejercicio del derecho y obligación del sufragio, ya no da los resultados negativos en la actualidad. El próximo domingo 7 de julio del 2013, todos los ciudadanos chihuahuenses, mujeres y hombres, acudiremos a las urnas electorales a depositar nuestro voto a favor del partido político y sus candidatos que más se acomoden a nuestro modo de pensar y a nuestros anhelos y esperanzas.

Ya no existe ser humano que ignore que quien no vota no cuenta para nada en la vida cívica y política de su comunidad. Una forma de suicidio civil es sustraerse por apatía, por modorra o indiferencia al cumplimiento de los deberes cívicos.

Otro modo de auto eliminarse del conjunto social en el que se vive, es negarse al ejercicio de los derechos a que tiene derecho todo ciudadano en un sistema democrático.

El Estado mexicano invierte considerables recursos provenientes de los impuestos que pagamos para mantener e impulsar la democracia en nuestro país. Los partidos políticos están considerados –lo repetimos–, constitucionalmente como entidades sociales de interés público porque son los instrumentos de que se sirve el pueblo para organizarse políticamente.

La ciudadanización de los organismos electorales es el fruto de un gran esfuerzo de los mexicanos y sus gobiernos para transparentar la democracia y poner al cuidado de los ciudadanos el manejo de todos los procesos de selección y elección de nuestros gobernantes municipales, estatales y federales.

Garantizar la limpieza y la transparencia de todo proceso electoral como el que desarrollamos próximamente en todo el Estado de Chihuahua, constituye la misión central y superior de los organismos electorales manejados por ciudadanos ajenos a los puestos del sector público. Ello siembra la confianza en los electores y los incita a participar con entusiasmo al emitir su voto.

Ninguna estratagema criminal desalentará el entusiasmo cívico por renovar nuestros instrumentos gubernamentales, en busca de ir eliminando errores, vicios y truculencias.

No olvidemos que quien no acude a las urnas electorales para elegir a sus gobernantes, es que no existe, simplemente.

Salivazos al cielo del “Peje Lagarto”

Ayer sábado el Peje Lagarto anduvo  por algunos puebluchos del Estado de Guerrero buscando adeptos para su enésimo partido político del que quiere ser líder único e indiscutible, ya que en los incontables partidos en los que ha militado, no le fue posible tan aberrante propósito.

“Queremos transformar México, les dijo a una treintena de lugareños, porque este régimen ya se pudrió, es un régimen caduco, de corrupción, de injusticias, de privilegios, que está destruyendo a nuestro país y que está desgraciando a la mayoría del pueblo de México, por eso es nuestra lucha, remató”.

Salivazos al cielo de este calibre, son los menos ofensivos que viene lanzando en afán de desahogar su rencor político y se ego maltrecho por los sonoros fracasos que viene cosechando en la empinada cuestabajo que lo desliza y aleja cada día más de la política palpitante.

Peña Nieto a punto

de llegar a la cima

Ya solamente le falta su ineludible comparecencia como jefe de Estado a la más alta tribuna del foro mundial de la ONU, para que el presidente de México Enrique Peña Nieto, confirme su categoría y capacidad de estadista y dirigente de un país en ascenso.

Pasó con innegable éxito la prueba de fuego en su visita y entrevista con el titán del país más poderoso de la tierra, y regresó a su país arrastrando laureles de victoria.

Después, su visita de Estado y entrevista con la segunda potencia mundial, la República Popular de China. Sin contar con las recepciones de que fue motivo en los primeros tres países latinoamericanos.

Los incontables viajes al exterior, han dado los primeros frutos en el viejo anhelo de los mexicanos en el sentido de su país y su gobierno marque la pauta en la política y la solidaridad latina americana.

Ahora sólo nos falta que asiente su puño en el alto propósito de transformar y modernizar a la República Mexicana.

FINALMENTE, el “supremo” pensamiento político de Andrés Manuel López Obrador, expresado en una frase: “Yo lo he dicho, y lo vuelvo a repetir, Peña no sirve para nada. Es como Titino. El titiretero es Carlos Salinas y Titino es Peña Nieto”.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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