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CRISTIADA Por Luis Villegas Montes

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El sábado parecía yo Magdalena; no, no, no, no; no vaya a pensar el gentil lector, la amable lectora, que parecía uno de esos panes de dulce que llevan por nombre “magdalenas” (para el caso, sería un “cochinito”), no. Ocurre que fui al cine a ver “Cristiada”. Después de las inmundas 750 páginas de Martín Moreno, la película fue como un bálsamo para mi espíritu. Tampoco es cosa que haya estallado en llanto, pero de que se me mojaron los ojitos, se me mojaron.

 

Yo llegué a la Cristiada, a la real, muy tarde en mi vida; jamás oí hablar de ella durante mis primeros años de estudio. Cuando a los quince o dieciséis años descubrí algunos párrafos sueltos que la mencionaban me azoré; yo no sabía que en México, en pleno siglo XX, había habido una revuelta religiosa. Más leía y más me fascinaba el tema. Sin ser un conocedor, en lo absoluto, lo poco que sé (que recuerdo), los prolegómenos del enfrentamiento, su ocaso, algunas anécdotas, los estados donde con más intensidad se vivió el conflicto, lo leí de algunos libros que aun conservo; de entre ellos, destaca por mucho, la trilogía de Jean Meyer, “La Cristiada”.[1] Creo, sinceramente, que es uno de los análisis más serios sobre el tema, escrito en forma amena, ilustra este episodio de la historia de México sin apasionamientos maniqueos donde los hombres y mujeres retratados son eso: Hombres y mujeres; no engendros imposibles de maldad o de virtud. Monigotes a los que son tan dados algunos pseudohistoriadores, cuyo único mérito, el único, es saber aprovecharse de la ignorancia del lector promedio.

 

La película narra en primer plano, los últimos dos años de vida del general Enrique Gorostieta Velarde, el líder militar de los “cristeros”. Soldado de carrera, agnóstico, a los 16 años ingresó al Colegio Militar; sin licenciarse, entró en servicio a muy corta edad y llegó a ser uno de los generales más jóvenes a las órdenes de Victoriano Huerta. En julio de 1927 los jefes de la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa contrataron al general Enrique Gorostieta quien, aunque no compartía las creencias religiosas de los cristeros, reconocía su derecho a pelar en defensa de su fe. Contratado por 3 mil pesos oro al mes y con la garantía de un seguro de vida a favor de su familia, su valor y genio militar pronto le ganaron el reconocimiento de sus hombres que al principio lo veían con escepticismo A él se debe la creación del “Ejército Cristero” -previo a su ingreso existían distintos “ejércitos”-. Peleó en Jalisco, MichoacánColima y Zacatecas y su primera encomienda fue reorganizar y disciplinar a sus huestes. En 1929, 19 días antes de que se firmaran los acuerdos de paz, murió acribillado en la Hacienda del Valle, en Atotonilco el AltoJalisco.

 

Uno puede estar o no de acuerdo con la película, con los hechos que narra, con las facciones en pugna, con el enfoque del cineasta, lo que es indiscutible es que la cinta sirve de punto de arranque a una reflexión más ambiciosa sobre un asunto de carácter universal: La libertad. La necesaria libertad del ser humano. Necesaria porque sin libertad, el hombre es menos hombre. Sabemos que es la razón la que nos distingue del resto de los animales, de hecho, empleada como adjetivo, el integrante de la especie humana es caracterizado como “animal racional”; no obstante, sin libertad, la fuerza de la inteligencia, la potencia de la razón, las hélices de la fe o de la convicción, son nada. Sin libertad para pensar, para creer, para soñar, para crear, para hacer, el hombre es apenas un amasijo de músculos, sangre y huesos… un animal, pues.

 

Lo digo completamente convencido de ello: La Cristiada, es la primera y última auténtica revolución en este país. En todas las demás -desde los esfuerzos por independizarse de la Corona Española hasta la llevada y traída “Revolución Mexicana”- intereses ajenos a nuestro país, la más de la veces con la siniestra presencia de los Estados Unidos de Norteamérica de por medio, han alentado, conspirado o financiado, a los revoltosos. La independencia ha servido de bien poco si atendemos a la servidumbre económica de que somos víctimas (de cientos de miles de millones de dólares pagados y por pagar a entidades u organismos internacionales) y al saqueo incesante de los recursos renovables y no renovables de la nación que poco o nada ha retribuido a sus hijos; y bien mirado, en cifras, el saldo de la famosa Revolución de 1910 es muy magro; sí, más gente sabe leer y escribir y millones de mexicanos gozan de aceptables condiciones de vida; empero, la desigualdad entre los que más y los que menos tienen es ahora más abismal que nunca y el número de pobres que viven en la absoluta miseria alcanza, poco más o poco menos, a la mitad de la población.

 

La Cristiada es, repito, el único ejemplo en la historia de México de un movimiento popular. Los “movimientos” obrero, campesino, estudiantiles, ciudadanos, etc., son entelequias, membretes, pues ahora más que nunca los obreros y campesinos, junto con sus familias, sobreviven con salarios de hambre… si llegan a conseguir trabajo; y los estudiantes y ciudadanos, en la mayoría de los casos, ni son estudiantes ni son ciudadanos; postrados por la ignorancia, unos, y por la indolencia, los otros.

 

Que detrás de la Cristiada estaba la iglesia Católica, es obvio, pero ese no es el punto; el punto es que detrás de la Iglesia está la fe de millones de personas; millones y millones de almas que comparten una creencia y una fe -y la reciente visita del Papa Benedicto XVI fue una prueba palpable de ello-. México, en su mayor parte, es católico y para bien o para mal cree en su iglesia.

 

Lo único lamentable, es que los mexicanos respecto de nosotros mismos, de nuestras capacidades, de nuestros talentos, de nuestra valentía para “ponerle al mal tiempo buena cara”, no podamos replicar hasta el infinito ese milagro, esa creencia, esa fe, en algo más grande y más fuerte, más justo y más digno para todos nosotros que nos permita acceder a formas de convivencia más luminosas, menos vergonzantes, más equitativas.

 

Si no tiene algo mejor que hacer, vaya al cine a ver la película. Vale la pena, aunque chille tantito. Total.

 

Luis Villegas Montes.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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