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RESPONDER A UN BUFÓN por VICTOR OROZCO

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A propósito de la descalificación de la personalidad de Benito Juárez, -tratándolo como un traidor a la patria-, que hizo el ex presidente de la República Vicente Fox, proliferaron los mensajes en las redes sociales. El grueso de ellos, consideraba las declaraciones como otra más de sus tonterías, en cuya producción ha sido un prodigio, pues aderezó el ataque con la bufonada de decir que había sido el mejor de todos los presidentes, incluyendo a Juárez. Sin embargo, otros compartieron la diatriba contra el hombre de Guelatao aceptando el infundio. La causa: el famoso tratado Mc Lane-Ocampo, acuerdo signado por el embajador de Estados Unidos y el secretario mexicano Melchor Ocampo, el 14 de diciembre de 1859 en la ciudad de Veracruz, donde residía por entonces el poder ejecutivo federal.

Me ocupo del tema en esta columna, por una consideración de actualidad. A pesar de los más de ciento cincuenta años transcurridos desde la reforma liberal, de la cual emergió finalmente la nación mexicana, existen poderosas fuerzas políticas que ora agazapadas, ora a la luz del día, han reciclado parte del programa levantado en aquella época por el derrotado partido conservador. Uno de sus propósitos es la recuperación de la hegemonía ideológica que tuvo el clero católico hasta antes de las leyes juaristas. En correspondencia con la consabida pérdida de libertades y aherrojamiento de las conciencias que ello implica, se fortalecería –aún más- la capacidad de los grandes poderes fácticos para dominar al pueblo mexicano. Las alianzas sagradas entre jerarcas religiosos, conspicuos empresarios, políticos conservadores, dueños de los medios, sus auxiliares intelectuales, acabaría por hundirnos en la conformidad y la sumisión. Pasarían así, sin mayores problemas, leyes represivas, enseñanza religiosa en las escuelas oficiales, bajas salariales, enajenaciones de patrimonio público, explotaciones sin control de los recursos naturales. Esto forma parte sustancial del programa de las derechas en todo el mundo y en México desde luego.

Digamos que durante aquel momento crucial de la historia mexicana a finales de la década de 1850, disputaron no solo dos proyectos históricos –inconciliables, como bien los establecía Miguel Miramón el caudillo militar de los conservadores- sino dos actitudes, dos maneras de entender la vida, dos formas de conducirse: una, obsecuente con los viejos poderes, predicadora y promotora del vasallaje -económico, político y cultural-, amante de la intolerancia ante todo de la religiosa, inmovilista, partidaria de los fueros y privilegios. La otra, explosiva, libertaria, abierta a las ideas, enemiga de monopolios –otra vez, económicos, políticos o culturales-, abridora de caminos para nuevas reivindicaciones: de mujeres, de indígenas, de trabajadores asalariados, multiforme, variada, iconoclasta, independentista. Sólo hay que consultar la prensa, los folletos, los autores, los discursos de la época y el lector moderno se percatará de estos dos mundos encontrados.

Y Benito Juárez, no el más radical, tampoco el de mayores arrestos intelectuales entre los reformadores, encarnó y personificó a estas fuerzas sociales representantes de la revolución, término con el cual se identificaban y las reconocían también sus enemigos. Lo hizo porque fue el estadista, con la destreza y el genio –admirables en prohombres como Abraham Lincoln y Napoleón Bonaparte- necesarios como para rodearse de grandes personalidades, incluso de rivales, sin huirle a la posible competencia. Así pasó a la historia, pues condujo dos gestas: triunfó de la reacción nacional e internacional, primero en 1857-1860 y luego en 1862-1867. Estos hechos, reconocidos casi universalmente le valieron ser el mayor de los políticos y estadistas producidos en este país. (Sin embargo, leí de algún tonto que Juárez es un héroe construido por los priístas).

Los ataques permanentes de voceros derechistas contra Juárez, encuentran su origen en aquellas dos visiones que se han disputado el campo a lo largo de la historia nacional. A Juárez le tocó o el lo buscó, un papel protagónico en aquella década cuando resplandeció la disputa. Por tanto, ha sido objeto de cualquier tipo de agresiones por grupos con nombres cambiantes: clericales, papistas, cristeros, sinarquistas, franquistas, pro nazis, anticomunistas…y ahora por Vicente Fox, quien es quizá todo lo anterior sin saberlo.

Volvamos al trillado acuerdo, que no tratado, pues nunca alcanzó tal categoría por las formales razones de no haber sido ratificado por el senado de los Estados Unidos, ni firmado por el Presidente mexicano, -Benito Juárez-, a quien el congreso le había otorgado facultades extraordinarias. Coloquémonos en 1859. Hay dos gobiernos en la república: el constitucional instalado en Veracruz y el proveniente del golpe de estado de Tacubaya, encabezados el primero por el licenciado Benito Juárez y el segundo por el general Miguel Miramón. Se libra una guerra devastadora en buena parte del territorio. Los mexicanos no pelean solos esta contienda, como ha sucedido en las guerras civiles de cualquier país. Inglaterra, Francia, España, el Vaticano, Estados Unidos mueven sus piezas y buscan ganancias: privilegios, vuelta al régimen colonial, religión única, porciones del territorio mexicano. Todos aprovechan el momento y arrancan concesiones, ya con uno o con otro de los disputantes.

En el año, son dos poderes extranjeros los de mayor peligro: España y Estados Unidos. El gobierno ibérico era rabiosamente antirrepublicano y aspiraba a reinstaurar la monarquía en México con un príncipe de la casa real en Chapultepec. Estos deseos embonaban con el proyecto de los conservadores mexicanos quienes lo habían revivido con energía a raíz de la guerra con Estados Unidos. De hecho, ello implicaba una vuelta al reloj y el regreso al sistema colonial, con un gobierno compartido por criollos y peninsulares. No se conformó Su Majestad desde luego con las puras intenciones. Tenía a su favor la poderosa (al menos para México) flota de guerra anclada en La Habana y por lo pronto mandó una escuadrilla a Tampico e hizo preparativos para intervenir abiertamente en el conflicto a favor de los conservadores. Don Juan Prim, Conde de Reus, gloria del liberalismo español, senador por entonces, denunció abiertamente la maniobra en el cuerpo legislativo español el 13 de diciembre: “El Senado entiende que el origen de esas desavenencias es poco decoroso para la nación española, y por lo mismo ve con sentimiento los aprestos de guerra que hace vuestro gobierno, pues la fuerza de las armas no nos dará la razón que no tenemos”. No había muchos dudosos en ese tiempo de la inminente intervención española. Así lo comunicó el delegado apostólico Luigi Clementi al papa Pío XII. Y así lo veían escritores mexicanos y europeos. El gobierno republicano estaba en un tris de se cogido entre dos fuegos, el de los cañoneros hispanos y el de las tropas conservadoras que asediaban el puerto.

Por su parte, los norteamericanos se frotaban las manos y el presidente Buchanan demandaba poderes al Congreso para emplear la fuerza militar en México y garantizar con nuevos territorios los “justos reclamos”. Tenían en su favor un derecho ya adquirido: el tratado de La Mesilla, (celebrado el 30 de diciembre de 1853, por el régimen clerical-militar de Santa Anna), aparte de la cesión de unos 120,000 kilómetros cuadrados, les concedió derecho de paso para tropas y mercancías por el istmo de Tehuantepec y otras concesiones en la Baja California. Exigieron al gobierno de Juárez la entrega lisa y llana de estas zonas más otras de Sonora y Chihuahua. El estira y afloja fue interminable. Los mexicanos miraban hacia el mar, esperando divisar de un momento a otro los barcos españoles, al tiempo que demandaban el reconocimiento de Estados Unidos y buscaban frenar los desembozados planes de Washington. El resultado fue el convenio celebrado entre el enviado norteamericano y el ministro Melchor Ocampo. Se ratificaron los derechos de Estados Unidos derivados del tratado de La Mesilla y se ampliaron las concesiones, sin renunciar México a la soberanía sobre ningún territorio y sin ceder nuevas porciones del mismo. Fue una jugada de política internacional que caminó al filo del precipicio. Juárez obtuvo lo que quería: el apoyo diplomático y la posibilidad de empréstitos. El senado norteamericano no estaba en condiciones de discutir mucho, la inminente guerra civil –cantada desde hacía décadas- ocupaba su atención íntegra. En marzo de 1860, la jugada maestra de Ocampo y Juárez rindió frutos. Los españoles entregaron a los conservadores dos barcos artillados para bombardear Veracruz mientras las tropas la sitiaban por tierra. Ya fondeados en la isla de Sacrificios, estaban mayores buques de guerra listos para intervenir. El gobierno de Juárez, integrado por consumados políticos y juristas, emitió entonces un decreto declarando piratas a las embarcaciones, que habían pasado frente a San Juan de Ulúa sin izar bandera. Dos cañoneras norteamericanas las apresaron en el fondeadero de Antón Lizardo y las condujeron a Nueva Orleans. La reina española reclamó entonces a Washington por sus buques, pero ya el hecho estaba acabado: Miramón no pudo tomar Veracruz y los marinos hispanos se quedaron con las ganas –si las tenían- de instalar otra cabeza coronada en un trono mexicano.

Es obvio que Vicente Fox ignora todo esto. Por su parte, los historiadores o escritores de las derechas nada han producido de nuevo sobre el tratado de marras. Y la mayoría de los conservadores siguen repitiendo los panfletarios párrafos de José Vasconcelos, escritos en su época filo nazi. En cambio, hace ocho años se publicó la monumental obra de Patricia Galeana El tratado McLane-Ocampo. La comunicación interoceánica y el libre comercio, que al ex presidente y a otros tres ignorantes les haría bien consultar

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Fotografías. Por Raúl Saucedo

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Las Políticas por hacer

El quehacer político moderno, a menudo toma en cuenta a los sectores de la sociedad que ostentan poder o influencia visible dentro de la comunidad:  Los adultos votan, las empresas influyen y los medios de comunicación amplifican sus voces. Sin embargo, en el complicado juego de poder, la niñez, un grupo vital pero silencioso, suelen quedarse en el margen.

La Niñez representa el futuro; es el cimiento sobre el que se construirán las próximas generaciones. Su bienestar, educación y salud son indicadores clave no solo de su calidad de vida individual, sino también del progreso y la salud de una sociedad en su conjunto. A pesar de esto, los gobiernos frecuentemente pasan por alto  la creación de políticas públicas enfocadas en este sector, principalmente porque esta parte de la sociedad no votan ni tienen voz directa en los procesos políticos.

Este “descuido” puede atribuirse a varios factores. Primero, la falta de representación política directa. La niñez depende completamente de los adultos para que sus intereses sean representados en el gobierno. Sin embargo, las agendas políticas suelen estar más influenciadas por las preocupaciones inmediatas de los votantes adultos —empleo, economía, seguridad— relegando a un segundo plano temas como la educación de calidad o la protección contra el abuso y la negligencia.

Además, la falta de datos específicos sobre los problemas que afectan a la niñez impide formular políticas bien informadas. A menudo, las estadísticas y estudios disponibles no desglosan la información por edad de manera que refleje las realidades específicas de este grupo. Esto conduce a un entendimiento incompleto de sus verdaderas necesidades y desafíos.

Es más, los problemas que afectan a la niñez suelen ser transversales y requieren una política integrada. Por ejemplo, la pobreza infantil no solo afecta la nutrición; impacta también en el acceso a la educación, la salud y las oportunidades de desarrollo social y emocional. Sin un enfoque especifico que contemple la complejidad de estos asuntos, las políticas resultantes pueden ser ineficaces o incluso contraproducentes.

La Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada en 1989 por las Naciones Unidas (ONU), establece en teoría un marco internacional para la protección de los derechos de la niñez, incluyendo el derecho a la educación, la salud y la protección contra la explotación infantil. Sin embargo, la aplicación de estos derechos en políticas concretas sigue siendo un desafío global.

Por lo tanto, es fundamental que los gobiernos reconozcan la importancia de la niñez en el desarrollo social y económico de un país. Invertir en este sector no es solo una cuestión de cumplir con obligaciones morales o internacionales, sino una estrategia prudente para fomentar sociedades más educadas, saludables y equitativas. Los niños y niñas de hoy son los adultos del mañana; sus problemas y necesidades deben ser una prioridad, no una reflexión tardía.

Para abordar esta cuestión sistémica, es necesario promover una mayor participación de los expertos en infancia en los procesos de toma de decisiones y asegurar que las políticas públicas sean evaluadas también en función de su impacto en la población infantil. Las voces de los infantes, aunque no se expresen en las urnas, deben resonar en los corredores del poder a través de quienes aboguen por su bienestar y futuro.

Ignorar las necesidades de este sector en la formulación de políticas públicas no solo es un fracaso en proteger a los más vulnerables, sino también una miopía estratégica que compromete el desarrollo sostenible y la justicia social a largo plazo. Es hora de que los gobiernos ajusten sus lentes y enfoquen claramente en el bienestar y los derechos de los niños, garantizando así un futuro mejor para todos.

Este planteamiento personal y profesional surge en reflexión del pasado 30 de abril, donde la mayoría de mis amigos publicaron historias sobre festivales infantiles en compañía de sus hijos, mientras yo daba un clavado al baúl de los recuerdos encontrando fotografías olvidadas de una etapa fundamental de mi vida, todo esto con aquella canción de fondo del Maestro Sabina donde protestamos contra el misterio del mes de abril.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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