Conecta con nosotros

Opinión

Abrazar al niño interior. Por Itali Heide

Itali Heide

A lo largo de nuestra vida, se nos pide que nos desprendamos de muchas cosas. Primero, dejamos atrás nuestra infancia. Los amigos que creíamos que aguantarían el paso del tiempo toman caminos que se alejan de los nuestros. Los sueños que nos llenaban de alegría son sustituidos por las realidades con las que nos sacude la edad adulta. Los momentos emocionantes ya no son para tanto, los instantes tristes se sienten mucho más permanentes, y los fugaces momentos de belleza que nos regalaron nuestros primeros años de vida se ven arrebatados y sustituidos por la rutina que este mundo ha decidido es la forma de vida correcta.

Cuando llegamos a la edad adulta, hemos derramado tanto de nuestra copa que la idea de que esté tan llena como cuando recogimos una flor y la apretamos contra nuestra nariz con la agilidad de un niño pequeño y torpe, sin una preocupación en el mundo, parece imposible. ¿Es demasiado tarde para volver a ese sentimiento? La respuesta corta y difícil de admitir es que sí. La infancia es tan mágica que es imposible de recrear. La respuesta larga, sin embargo, trae esperanza. No podemos volver a ser niños, pero podemos despertar a nuestro niño interior, tenerlo cerca y complacer sus deseos y anhelos.

¿Qué pasa con los niños a los que se les arrebató la infancia sin su consentimiento, sustituyéndola por un sinfín de condiciones que les obligaron a sustituir la magia por la preocupación? Nunca recuperarán ese tiempo, obligados a vivir sus vidas sin el conocimiento que sólo una infancia inocente y pura puede permitirles tener. Aquí es donde el niño interior es más difícil de acceder, porque permanece oculto. Mirando hacia lo más profundo del alma, se encuentra encogido tras un muro de traumas, abusos y negligencias. Ni siquiera ellos saben cómo ser niños, porque tuvieron que saber cómo sobrevivir a la infancia en lugar de solo disfrutar de cada momento.

Todos los niños tienen heridas en el alma, no nos engañemos. Algunos más que otros, pero todos viven en un espectro de sanación que debe ser enfrentado algún día. Algunos niños fueron acosados en la escuela, lo que les lleva a un sentimiento persistente de inseguridad que les atormenta durante años. Algunos vieron a sus padres sufrir en un matrimonio que hizo más daño que bien, haciendo del compromiso una decisión difícil de asumir. Muchos (muchos, demasiados, tantos) sufrieron abusos emocionales, físicos y sexuales, lo que hace que la relación que mantienen consigo mismos y con otras personas sea difícil de llevar a cabo de forma saludable. Hay muchas formas en que los niños pueden cargar su dolor hasta la edad adulta, y muchos de nosotros todavía nos negamos a afrontar la realidad de lo que ese dolor ha hecho en nuestras vidas.

¿Cómo podemos aceptar una infancia perdida, una infancia rota, una infancia olvidada? Volviendo a visitarla. Puede parecer una tontería, pero podemos hablar con nuestro yo más joven en cualquier momento, preguntarle cómo se siente, consolarlo en sus momentos de dolor, hacerlo sentir seguro y amarlo incondicionalmente. Yo lo hago todo el tiempo, literalmente. A veces hablo con mi yo de 7 años y lloramos juntas. Le toco la mejilla (mi mejilla), le acaricio el cabello (mi cabello), escucho sus pensamientos (mis pensamientos) y la abrazo fuerte (abrazándome fuerte a mí misma). Ella es una parte de mí tanto como lo fue siempre, y mantener el contacto con ella y sanar los puntos que le dolían y que no entendía ayudan a sanar mi yo actual.

Así que sí, debemos desprendernos de muchas cosas a medida que crecemos. Nos desplazamos, cambiamos y evolucionamos, ya que el cambio se convierte en la única constante en la que podemos confiar para que nunca se vaya de nuestro lado. Una cosa que no se puede cambiar, es el pasado. Nos perseguirá para siempre o nos enseñará, dependiendo de lo que decidamos hacer con él. A medida que la infancia evoluciona hacia la edad adulta, no nos olvidemos de conservar la parte de nosotros mismos que sigue conservando la curiosidad, que contempla las maravillas del mundo, que salta por los charcos después de la lluvia y recoge las piedras que brillan en el sol, que se ríe de los chistes tontos y que toca todas las hojas verdes y flores coloridas que encuentra. El niño interior no sólo está dentro de nosotros, también es quien somos.

Usuario: Caleb Ordoñez 

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto