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Aferrados al oso de peluche. Por Javier Contreras

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La infancia marca destino y deja huellas en muchas aspectos. Por ejemplo, aflora la inquietud y curiosidad innata por saber el porqué de las cosas lo que fundamenta el principio de que todos somos filósofos por naturaleza. La avidez en la niñez destempla la paciencia de los padres y adultos cuando insisten, casi hasta el infinito, por saber de dónde vienen los niños, por qué sale el sol por las mañanas o por qué no se caen las estrellas del cielo que brillan por las noches.

 

Esa etapa despega la imaginación infantil, haciendo posible la ciencia ficción en sus mentes y en sus juegos; lo imposible lo ven cercano y manosean la realidad con desparpajo e inocencia. Pueden ser superhéroes, ponerse toallas como capas con la idea de volar, tripular naves espaciales u organizar viajes a otros mundos. Un sobrino mío, cuando era niño cargaba con una pequeña libreta y pluma para ir anotando los nombres de sus primos y tíos que lo acompañarían en la nave extraterrestre de E.T. para viajar a otra galaxia. Estar en esa lista era garantía de tener un lugar en la nave. Y lo ofrecía y creía en serio, no lo veía como juego.

 

Esas ocurrencias o ideas son parte del desarrollo de la invención para crear mundos o ambientes. Ojalá se siguieran leyendo los libros de Julio Verne quien nunca se agotó en viajes irreales por debajo del agua y por encima de la tierra y que llegó al centro de la tierra y a otros planetas.

 

Sin embargo, pasaron (y todos pasamos) antes por la etapa de tener objetos que nos dieran certeza y seguridad. La cobijita o lienzo que muchos niños no sueltan y cuando los tienen en sus manos la aprietan y tallan contra la nariz o boca; el mono de una tortuga Ninja o la muñeca de trapo, plástico o porcelana que los incorporan a su compañía y mundo.

 

Sin ellos no pueden vivir. Son los compañeros del sueño y refugio de sus berrinches. Les dan seguridad y confianza.

 

Y en especial, los osos de peluche que aferrados a ellos no los dejan ni en la comida y los sientan a su lado, fingiendo que les dan comida. La siesta se logra siempre y cuando el oso esté a su lado. Los convierten en parte de ellos: son juguete, compañía, almohada, testigo que siempre lo tienen frente a ellos e interlocutor de sus monólogos.

 

Los llevan a todas partes como equipaje principal porque los psicólogos los etiquetan como “objetos de transición” que tienen la función de generar una sensación de seguridad y confianza. Con el oso de peluche, aunque estén solos se sienten acompañados y cuando se los castigan pueden entrar en pánico o angustia.

 

Cuando ingresan a preprimaria es uno de los primeros desprendimientos dolorosos que tienen al no poderlos meter en su mochila. Al poco tiempo, el oso de peluche será reemplazado por sus primeros amigos.

 

Sin embargo, en la actualidad hemos regresado a la era del oso de peluche con los teléfonos celulares que exactamente están jugando el mismo papel de objeto inseparable, compañía permanente que nos da seguridad y confianza y que cargamos con él a todas partes.

 

Dormimos con él, lo apretamos entre nuestras manos y nos aferramos a él, sin dejar que nadie lo manipule. Es un objeto muy personal con el que platicamos, lo tenemos siempre a nuestro lado y aunque no lo usamos de almohada por lo pequeño y duro, si lo tenemos debajo de la almohada. No nos queremos desprender del aparato y para tenerlo muy cerca en la mesita de noche al lado de la cama, nos auto justificamos que es para cargar la bateria.

 

Hay historias de odontólogos, según Byung-Chul Han, que “cuentan que sus pacientes se aferran a su teléfono celular cuando el tratamiento es doloroso. ¿Por qué lo hacen? Gracias al celular soy consciente de mi mismo. El celular me ayuda a tener la certeza de que vivo, de que existo. De esta forma nos aferramos al celular en situaciones críticas, como el tratamiento dental. Yo recuerdo que cuando era niño me aferraba a la mano de mi madre en el dentista. Hoy la madre no le dará la mano al niño, sino que le dará el celular para que se agarre de él. El sostén no viene de los otros, sino de uno mismo. Eso nos enferma. Tenemos que recuperar al otro”.

 

La verdad es que el celular es nuevo osito de peluche digital.

 

Ese filósofo Byung-Chul Han, nacido en Seúl y profesor en universidades alemanas, ha publicado varios libros reflexionando de cómo la revolución digital, internet y las redes sociales han transformado la esencia misma de la sociedad y en una entrevista para el periódico El País[1] explicaba que el teléfono celular o inteligente “es hoy un lugar de trabajo digital o bien un confesionario digital. Todo dispositivo, toda técnica de dominación genera artículos de culto que son empleados para la subyugación. Asi se afianza la dominación. El teléfono celular es el artículo de culto de la dominación digital. Como aparato de subyugación actúa como un rosario y sus cuentas; asi como mantenemos el celular constantemente en la mano. El me gusta (like) es el amén digital. Seguimos confesándonos. Nos desnudamos por decisión propia, pero no pedimos perdón, sino que se nos preste atención”.

 

Y el mismo filósofo dice que llevamos el celular[2] a todas partes y delegamos nuestras percepciones al aparato. Percibimos la realidad a través de la pantalla. La ventana digital diluye la realidad en información que luego nos registramos.

 

Sostiene también que un teléfono inteligente no sólo es un científico de la computación, sino un informante muy eficiente que nos monitorea permanente a nosotros como usuarios. El nos controla y programa. No somos los que usamos el teléfono inteligente pero el celular es el que nos usa. El actor real es el teléfono inteligente y estamos a merced de ese informante digital.

 

Afirmar que delegamos al celular nuestras percepciones es sumamente delicado porque implica que una máquina conozca por nosotros. Es suplir los sentidos humanos por plataformas electrónicas: significa no ver ya por nuestros ojos sino a través de un celular: no oír con nuestros oídos, sino escuchar por el celular y asi entendemos lo que parecía irrisorio e imposible: sentir y amar puede ser anulado por sugerencias, algoritmos o manipulaciones del gran negocio de la atención en que han convertido los teléfonos inteligentes.

 

Llega a considerar el teléfono inteligente (smartphone) como teléfono porno (pornophone) donde nos desnudamos voluntariamente. Con un celular en la mano hemos hecho lo que nunca en otra etapa de la historia de la humanidad había sucedido: vaciamos nuestras fobias, intimidades y adicciones. E inclusive se usa para practicar el sexting[3], que es el término utilizado para describir el envío de fotos o videos, principalmente por celulares con fuerte contenido sexual o erótico, creados por el mismo remitente para otras personas por medio de internet, lo que ha generado un exhibicionismo digital. ¿“Amor y sexo”, “pareja perfecta”, ¿“relaciones íntimas” por teléfono? Sí, que estamos en una revolución tecnológica.

 

Los nuevos ositos de peluche los llevamos a   las oficinas, escuelas y lugares públicos. Los cargamos a todos lados como nuestra fortaleza emocional para no sentiros solos. No podemos salir a la calle sin el osito, no podemos estar comiendo sin el osito sentado a un lado ni tampoco dormir si no lo tenemos a nuestros lado, cerca del oído para sentir seguridad.

 

El teléfono-osito es el GPS que registra a dónde vamos o más específicamente es nuestro espía que traemos cargando en la bolsa para que registre todas nuestras actividades, lugares a donde vamos, se entera que leemos y escribimos, que fotos tomamos y subimos a las redes. Todo.

 

Y cínica o descaradamente nos hace reportes mensuales con mapas, fotos y fechas de nuestros desplazamientos para demostrar que registró todos nuestros movimientos. En algunos países ya tienen el dato[4] de que los niños están de manera directa cuatro horas diarias de pantalla infantil que reparten entre videos, redes sociales y videojuegos, de tal manera que los escolares pasan al año más tiempo frente a una pantalla que el que dedican durante ese tiempo a la escuela. La infancia, desde los primeros años, ya está aferrada a las pantallas.

 

Ese es nuestro osito de peluche digital que no lo dejaremos por nada del mundo.

 

[1] https://elpais.com/ideas/2021-10-10/byung-chul-han-el-movil-es-un-instrumento-de-dominacion-actua-como-un-rosario.html

 

[2] https://lasverdades.net/mundiales/aferrandose-a-nuestros-moviles-byung-chul-han-contra-el-smartphone-como-un-osito-de-peluche-digital-ideas/

 

[3] https://edu.gcfglobal.org/es/seguridad-en-internet/que-es-el-sexting/1/#

 

[4] https://ethic.es/2023/10/mama-dejame-tu-movil/

 

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Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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