“Si la policía ya sabe quiénes son los malos, ¿por qué se meten con los niños? ¿Por qué mataron a mi niño?
Con la voz rota, Victoria Gómez se lleva las manos a la cara y manotea al aire para tratar de sacar de alguna forma la rabia. A continuación, grita. Insulta. Maldice. Y con los ojos desencajados, vuelve a buscar una respuesta entre la multitud que la rodea en un silencio sepulcral y a la que pregunta insistentemente por qué, por qué, y mil veces por qué.
Por qué hace tan solo una hora, en la noche del martes 9 de junio, un policía disparó en la cabeza a su hijo Alexander, un adolescente de 16 años.
“Mi hijo tenía un sueño, quería ser futbolista profesional. Yo iba con él a todas partes. Yo lo llevaba a entrenar y a jugar sus partidos. ¡Yo luché con él para superar todos los obstáculos! ¡Y miren lo que le han hecho! -dice la mujer apuntando hacia la puerta metálica de la clínica San Miguel, en Acatlán de Pérez, Oaxaca-. ¡Me lo quitaron! ¡Me lo arrancaron de mi sangre! ¡Me lo mataron!”.
A continuación, tal y como se aprecia en un video que tomó un familiar la noche del martes, Victoria llama de entre la multitud a otros tres jóvenes que caminan hacia ella en silencio y restregándose las lágrimas de los rostros aún imberbes, lampiños.
“¡Mírenlos! -pide Victoria a la gente señalando a los jóvenes que aún se debaten entre la niñez y la adolescencia-. ¿Estos son los delincuentes que buscaban los policías? ¿Estos niños? -pregunta de nuevo, ante las miradas huidizas de los jóvenes, aún atemorizados y en estado de shock-.
Ellos son los amigos que iban con ‘Chander’, como lo llamaban.
Esa misma noche, apenas una hora y media antes, sobre las 22:30 horas, los cuatro tomaron las motos para ir a una tienda de autoservicio que hay junto a una gasolinera, ya en terreno de Vicente Camalote, Oaxaca. Allí compraron unos refrescos para acompañar la pizza que iban a compartir en casa de Alexander.