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Alexander, el adolescente que soñaba con ser futbolista profesional, y que policías mataron “por accidente”

“Si la policía ya sabe quiénes son los malos, ¿por qué se meten con los niños? ¿Por qué mataron a mi niño?

Con la voz rota, Victoria Gómez se lleva las manos a la cara y manotea al aire para tratar de sacar de alguna forma la rabia. A continuación, grita. Insulta. Maldice. Y con los ojos desencajados, vuelve a buscar una respuesta entre la multitud que la rodea en un silencio sepulcral y a la que pregunta insistentemente por qué, por qué, y mil veces por qué.

Por qué hace tan solo una hora, en la noche del martes 9 de junio, un policía disparó en la cabeza a su hijo Alexander, un adolescente de 16 años.

“Mi hijo tenía un sueño, quería ser futbolista profesional. Yo iba con él a todas partes. Yo lo llevaba a entrenar y a jugar sus partidos. ¡Yo luché con él para superar todos los obstáculos! ¡Y miren lo que le han hecho! -dice la mujer apuntando hacia la puerta metálica de la clínica San Miguel, en Acatlán de Pérez, Oaxaca-. ¡Me lo quitaron! ¡Me lo arrancaron de mi sangre! ¡Me lo mataron!”.

A continuación, tal y como se aprecia en un video que tomó un familiar la noche del martes, Victoria llama de entre la multitud a otros tres jóvenes que caminan hacia ella en silencio y restregándose las lágrimas de los rostros aún imberbes, lampiños.

“¡Mírenlos! -pide Victoria a la gente señalando a los jóvenes que aún se debaten entre la niñez y la adolescencia-. ¿Estos son los delincuentes que buscaban los policías? ¿Estos niños? -pregunta de nuevo, ante las miradas huidizas de los jóvenes, aún atemorizados y en estado de shock-.

Ellos son los amigos que iban con ‘Chander’, como lo llamaban.

Esa misma noche, apenas una hora y media antes, sobre las 22:30 horas, los cuatro tomaron las motos para ir a una tienda de autoservicio que hay junto a una gasolinera, ya en terreno de Vicente Camalote, Oaxaca. Allí compraron unos refrescos para acompañar la pizza que iban a compartir en casa de Alexander.

Opinión

Emilia Pérez: Una Mirada Cuestionada sobre México Por: Sigrid Moctezuma

En un mundo donde el cine es tanto un arte como una poderosa herramienta de representación cultural, las películas que abordan la identidad de un país llevan consigo una gran responsabilidad. Tal es el caso de Emilia Pérez, una cinta que, aunque prometía ser un relato innovador, ha generado un torrente de críticas por su visión estereotipada y su superficialidad al retratar la cultura nacional.

Descrita por sus creadores como un “narco-musical”, Emilia Pérez sorprendió al ganar cuatro Globos de Oro, lo que dejó en evidencia una desconexión entre las audiencias internacionales y la percepción mexicana. Mientras en el extranjero se celebra como un experimento cinematográfico audaz, aquí ha sido criticada por perpetuar clichés culturales que parecen sacados de una postal turística, ignorando las complejidades del México actual. Aunque su mezcla de comedia, drama y música despertó curiosidad inicial, para muchos terminó siendo un recordatorio de cómo los estereotipos siguen dominando la narrativa global.

Uno de los puntos de mayor desagrado ha sido la manera en que la película aborda temas sensibles como la identidad de género y la narcocultura. Si bien es positivo que estas cuestiones tengan espacio en la narrativa cinematográfica, en Emilia Pérez se sienten tratadas con una ligereza que no honra su trascendencia. Los personajes, en lugar de reflejar matices reales, se convierten en caricaturas que difícilmente conectan con el público.

Las críticas no solo vienen de los espectadores, sino también de sectores especializados en cine y cultura. Se ha señalado que la película parece diseñada para un público extranjero que consume el «México pintoresco», mientras ignora las voces y experiencias auténticas que definen al país. Lo que representa una oportunidad desperdiciada para proyectar un discurso que sea fiel a nuestra riqueza cultural y social.

Este fenómeno no es nuevo en el cine. Muchas producciones internacionales han intentado capturar supuestamente nuestra esencia, pero terminan cayendo en la trampa: el mariachi omnipresente, las cantinas llenas de tequila y la violencia gratuita. Emilia Pérez, desafortunadamente, parece sumar su nombre a esta lista.

No obstante, este tipo de reacciones también abre un espacio importante para la reflexión. La discusión que surge de estas películas pone sobre la mesa la necesidad de que seamos nosotros quienes contemos nuestras propias historias, desde múltiples perspectivas. Es imperativo que el relato cinematográfico internacional comience a escuchar más atentamente las voces locales y trabajen en colaboración para evitar simplificaciones que diluyan nuestra esencia.

En un mundo donde las plataformas digitales hacen que el cine viaje más rápido que nunca, la responsabilidad de representar adecuadamente a un país se vuelve aún más crucial. La recepción de Emilia Pérez debería servir como un recordatorio de que no somos un concepto único y fácil de definir, sino una amalgama compleja de historias, tradiciones y modernidades.

Quizá, en el futuro, podamos ver más producciones que tomen este desafío en serio, dejando de lado las visiones simplistas. Porque México, con todas sus luces y sombras, merece ser contado con verdad y profundidad.

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