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Alumnos exigen disculpa pública del gobernador de Guanajuato y del rector ante omisiones

La comunidad estudiantil de la Universidad de Guanajuato presentó a autoridades estatales y municipales a las que convocó esta mañana del sábado un convenio con varias demandas para que les sea garantizada su seguridad, la investigación y sanción del acoso dentro y fuera del ámbito universitario y una disculpa pública del gobernador y del rector general, por las omisiones cometidas ante asesinatos y desapariciones de estudiantes en todo el estado.

Dieron un plazo para que el rector general de la UG, el gobierno del estado, el fiscal general y el alcalde de la capital den respuesta y lo acepten en un plazo de 12 horas –que vencería la noche del sábado- o, advirtieron, no levantarán el paro que mantienen desde el miércoles 4.

En orden y silencio, las y los universitarios fueron entrando al Teatro Principal en esta segunda cita con las autoridades, a la que esta vez no llegó el gobernador Diego Sinhue Rodríguez Vallejo, aparentemente por motivos de salud.

En su lugar se presentó el secretario de gobierno Luis Ernesto Ayala Torres, quien junto con el fiscal Carlos Zamarripa Aguirre y el secretario del ayuntamiento de Guanajuato Héctor Corona, ingresó al recinto universitario.

Minutos después se incorporó el presidente municipal Alejandro Navarro, quien el viernes había incluso publicado una foto con su boleto de avión porque había viajado a Campeche a un encuentro de ciudades Patrimonio de la Humanidad, de la que se vio obligado a regresar luego de unas pocas horas.

Con rostros muy serios, Ayala Torres, Zamarripa, Navarro y el rector Guerrero Agripino, permanecieron por alrededor de una hora en el escenario, donde debieron tomar de una mesa una copia del convenio que les fue leído desde el público por varios alumnos, mientras toda la comunidad presente sostenía hojas en blanco frente a sí.

Como condiciones para levantar el paro universitario, se planteó el cumplimiento indispensable de algunos de los puntos del convenio: un evento oficial, solemne y público, así como a través de comunicados oficiales, con una disculpa pública por parte del gobernador y el rector general “por la omisión, en su respectiva actuación, en los casos de alumnas y alumnos asesinados y desaparecidos en el estado”.

El segundo punto considerado inapelable: “destituir y reemplazar a la Lic. Lourdes Elena Gazol Patiño, Titular del programa UGénero, quien ha permitido que se contrate personas que no están ampliamente capacitadas para la atención de la violencia de género; solicitamos que su lugar sea ocupado por una mujer que nos genere confianza y no tengamos preocupación porque nos revictimice”.

Unos minutos después de este encuentro, se conoció que Lourdes Gazol hizo pública su renuncia como titular de UGénero a partir del lunes.

Fuente: Proceso

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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