Al calor de la contienda electoral, y como uno de sus frutos inevitables, surgen en estos días personajes y personajillos que, avivado el fuego de su entusiasmo político por el interés más o menos legítimo de llevar al triunfo a sus candidatos, salen a los medios a echarse su cuarto a espadas y añadir un grano de arena a la victoria de los suyos. Los grandes intereses en juego generan el deseo vivo de cautivar al votante e inclinarlo a la causa propia, y ello a su vez engendra la urgencia de derrotar a los competidores en el combate ideológico previo, como garantía absoluta de que lo mismo ocurrirá el día de la elección. De aquí la necesidad de que el discurso de los participantes en el debate preelectoral suene genuino, creíble, y de aquí también la mayor probabilidad de que se esfuercen por ser sinceros en algunas de sus afirmaciones. Los discursos de hoy pueden ser, pues, más verdaderos que los dichos en otras circunstancias.
Pues bien, es en este contexto que hace su debut un “joven ideólogo” panista, de cuyo nombre no es necesario acordarse, quien, en su primera intervención “memorable” ante la asamblea de representantes del Distrito Federal, fue presentado como “líder de las juventudes” del Partido Acción Nacional (PAN). Y en calidad de tal lanzó un discurso en el cual, más que ideas brillantes sostenidas con argumentos lógicos o fácticos; más que propuestas sensatas (y viables por encima de todo) para este país que mucho lo necesita, lo que destacó fue su iracundia, su odio feroz contra todos y contra todo aquello que no coincidan con su propia visión del mundo; evidenció su dogmatismo irracional, ese que nunca duda de sus opiniones porque las considera verdades irrebatibles simplemente porque son suyas; exhibió una intolerancia vesánica, medieval, hacia las diferencias humanas, que volcó completa en la frase con que condenó como un crimen nefando y como un agravio moral a la sociedad entera la ley perredista que permite “el matrimonio entre jotos”. Así, sin mesura, sin el mínimo respeto hacia otros seres humanos que son sus hermanos, puesto que son hijos del mismo Dios en cuyo nombre protesta y combate, restalló el epíteto hiriente como un látigo brutal en el rostro de ese sector social minoritario, tan herido y agraviado por los moralizadores oficiosos del mundo, en todos los países y en todas las épocas.
Nadie se ocupó en serio del asunto, bien porque compartan la opinión del joven Savonarola, bien porque, equivocadamente, lo tomen como una “chiquillada sin importancia”. Su propio partido se limitó a “aclarar” que no es líder de las juventudes panistas y que sus opiniones eran a título personal. Pasaron los días y ahora nos enteramos de un nuevo y edificante discurso del mismo aprendiz de panista. Debido a la protesta espontánea (y en esto reside su importancia como síntoma de lo que piensa la gente sobre la situación actual del país) que protagonizaron comensales y dueños de fondas de antojitos en la conocida población serrana de Tres Marías, vecina al Distrito Federal, en contra de la presencia de reporteros, camarógrafos y personal auxiliar convocados por la candidata presidencial panista, licenciada Josefina Vázquez Mota, para “tomarse la foto” dándose un “baño de pueblo”, y contra la candidata misma, el “joven ideólogo”, muy irritado al parecer, se lanzó con todo en contra de quienes se atrevieron a exigir respeto a su dignidad humana y a su privacidad, violentadas ambas, sin su consentimiento, por el equipo de campaña y por la propia candidata Vázquez Mota. ¿Qué dijo ahora la “joven promesa” del panismo? En síntesis, que Tres Marías es un “pinche pueblo quezadillero” al que habría que castigar instalando un restaurante de esos que han puesto de moda las cadenas extranjeras de alimentos, para acabar de una vez por todas con sus sucios puestos de comida. Añadió que los habitantes de Tres Marías son unos “pinches indios muertos de hambre” que ojalá se queden “jodidos” para siempre, pues eso es lo que merece tal clase de gentuza. Y tampoco esta vez se advierte una reacción proporcionada al agravio infligido a toda una población que merece respeto, por humildes que parezcan y sean sus habitantes.
Pero la conducta arrogante, racista y discriminatoria del “joven panista” no es una “chiquillada”; su gravedad se evidencia en dos sentidos. Primero, pone de manifiesto que en el México del siglo XXI, contra lo que pudiera pensarse, pervive alerta, poderosa y actuante la ideología de los primeros conquistadores y colonizadores españoles que hicieron del desprecio, la distorsión grosera y la calumnia franca a la civilización indígena y a todo lo que ella significaba, abarcaba y defendía (idioma, religión, ritos, escritura, vestimenta, educación, medicina, filosofía, poesía, etcétera), el arma fundamental para justificar a los ojos del mundo el despojo brutal de la riqueza material de los vencidos y su esclavización misma, el trato infamante de bestias de carga que les infligieron. Toda esta colosal maniobra ideológica se sintetizó en una frase, la misma que hoy repite, sin el mínimo rubor, el ideólogo emergente del panismo futuro: “pinches indios”, ojalá se murieran todos de una vez y dejaran el mundo en manos de quienes sí saben valorarlo. Claro está que hoy eso ya no es exclusivo de los ricos españoles, se ha vuelto patrimonio común de muchos migrantes enriquecidos en nuestra tierra que no ven otra manera de agradecerlo que llamando a sus hijos legítimos “pinches indios muertos de hambre”. Y para probarlo no sólo están los insultos del panista; recordemos la paliza que un tal Sacal propinó a un modesto empleado del edificio donde vive, al grito de “pinches indios, ¿para eso les pago?”
El segundo aspecto grave del asunto es que el vómito ideológico del cachorrito panista no sale exclusivamente de su magín, ni lo aprendió en la escuela o en la iglesia; sino en su propio partido; es la “cultura política” que le han inculcado los “adultos sabios” que sí saben cómo tratar a este país de indios huevones, ignorantes y pedigüeños. De ello se sigue que la única diferencia entre la “joven promesa” y los “ideólogos maduros” es la habilidad para ocultar su verdadera identidad ideológica, la maestría para esconder lo que realmente piensa y se propone llevar a cabo su corriente ideológica. Lo aprovechable del discurso del pequeño Hitler es, entonces, su sinceridad, el candor para exhibirse de cuerpo entero sin ocultar las garras del halcón bajo el disfraz de inofensiva paloma. “El muchacho y el borracho dicen la verdad”, sentencia la sabiduría popular. Por tanto, quien tenga oídos para oír y ojos para ver, que saque del edificante episodio las conclusiones correspondientes y actúe en consecuencia. Eso es responsabilidad personal de cada quien.
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