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Aprendamos las lecciones de la guerra electoral Por Aquiles Córdova Morán

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Al calor de la contienda electoral, y como uno de sus frutos inevitables, surgen en estos días personajes y personajillos que, avivado el fuego de su entusiasmo político por el interés más o menos legítimo de llevar al triunfo a sus candidatos, salen a los medios a echarse su cuarto a espadas y añadir un grano de arena a la victoria de los suyos. Los grandes intereses en juego generan el deseo vivo de cautivar al votante e inclinarlo a la causa propia, y ello a su vez engendra la urgencia de derrotar a los competidores en el combate ideológico previo, como garantía absoluta de que lo mismo ocurrirá el día de la elección. De aquí la necesidad de que el discurso de los participantes en el debate preelectoral suene genuino, creíble, y de aquí también la mayor probabilidad de que se esfuercen por ser sinceros en algunas de sus afirmaciones. Los discursos de hoy pueden ser, pues, más verdaderos que los dichos en otras circunstancias.

Pues bien, es en este contexto que hace su debut un “joven ideólogo” panista, de cuyo nombre no es necesario acordarse, quien, en su primera intervención “memorable” ante la asamblea de representantes del Distrito Federal, fue presentado como “líder de las juventudes” del Partido Acción Nacional (PAN). Y en calidad de tal lanzó un discurso en el cual, más que ideas brillantes sostenidas con argumentos lógicos o fácticos; más que propuestas sensatas (y viables por encima de todo) para este país que mucho lo necesita, lo que destacó fue su iracundia, su odio feroz contra todos y contra todo aquello que no coincidan con su propia visión del mundo; evidenció su dogmatismo irracional, ese que nunca duda de sus opiniones porque las considera verdades irrebatibles simplemente porque son suyas; exhibió una intolerancia vesánica, medieval, hacia las diferencias humanas, que volcó completa en la frase con que condenó como un crimen nefando y como un agravio moral a la sociedad entera la ley perredista que permite “el matrimonio entre jotos”. Así, sin mesura, sin el mínimo respeto hacia otros seres humanos que son sus hermanos, puesto que son hijos del mismo Dios en cuyo nombre protesta y combate, restalló el epíteto hiriente como un látigo brutal en el rostro de ese sector social minoritario, tan herido y agraviado por los moralizadores oficiosos del mundo, en todos los países y en todas las épocas.

Nadie se ocupó en serio del asunto, bien porque compartan la opinión del joven Savonarola, bien porque, equivocadamente, lo tomen como una “chiquillada sin importancia”. Su propio partido se limitó a “aclarar” que no es líder de las juventudes panistas y que sus opiniones eran a título personal. Pasaron los días y ahora nos enteramos de un nuevo y edificante discurso del mismo aprendiz de panista. Debido a la protesta espontánea (y en esto reside su importancia como síntoma de lo que piensa la gente sobre la situación actual del país) que protagonizaron comensales y dueños de fondas de antojitos en la conocida población serrana de Tres Marías, vecina al Distrito Federal, en contra de la presencia de reporteros, camarógrafos y personal auxiliar convocados por la candidata presidencial panista, licenciada Josefina Vázquez Mota, para “tomarse la foto” dándose un “baño de pueblo”, y contra la candidata misma, el “joven ideólogo”, muy irritado al parecer, se lanzó con todo en contra de quienes se atrevieron a exigir respeto a su dignidad humana y a su privacidad, violentadas ambas, sin su consentimiento, por el equipo de campaña y por la propia candidata Vázquez Mota. ¿Qué dijo ahora la “joven promesa” del panismo? En síntesis, que Tres Marías es un “pinche pueblo quezadillero” al que habría que castigar instalando un restaurante de esos que han puesto de moda las cadenas extranjeras de alimentos, para acabar de una vez por todas con sus sucios puestos de comida. Añadió que los habitantes de Tres Marías son unos “pinches indios muertos de hambre” que ojalá se queden “jodidos” para siempre, pues eso es lo que merece tal clase de gentuza. Y tampoco esta vez se advierte una reacción proporcionada al agravio infligido a toda una población que merece respeto, por humildes que parezcan y sean sus habitantes.

Pero la conducta arrogante, racista y discriminatoria del “joven panista” no es una “chiquillada”; su gravedad se evidencia en dos sentidos. Primero, pone de manifiesto que en el México del siglo XXI, contra lo que pudiera pensarse, pervive alerta, poderosa y actuante la ideología de los primeros conquistadores y colonizadores españoles que hicieron del desprecio, la distorsión grosera y la calumnia franca a la civilización indígena y a todo lo que ella significaba, abarcaba y defendía (idioma, religión, ritos, escritura, vestimenta, educación, medicina, filosofía, poesía, etcétera), el arma fundamental para justificar a los ojos del mundo el despojo brutal de la riqueza material de los vencidos y su esclavización misma, el trato infamante de bestias de carga que les infligieron. Toda esta colosal maniobra ideológica se sintetizó en una frase, la misma que hoy repite, sin el mínimo rubor, el ideólogo emergente del panismo futuro: “pinches indios”, ojalá se murieran todos de una vez y dejaran el mundo en manos de quienes sí saben valorarlo. Claro está que hoy eso ya no es exclusivo de los ricos españoles, se ha vuelto patrimonio común de muchos migrantes enriquecidos en nuestra tierra que no ven otra manera de agradecerlo que llamando a sus hijos legítimos “pinches indios muertos de hambre”. Y para probarlo no sólo están los insultos del panista; recordemos la paliza que un tal Sacal propinó a un modesto empleado del edificio donde vive, al grito de “pinches indios, ¿para eso les pago?”

El segundo aspecto grave del asunto es que el vómito ideológico del cachorrito panista no sale exclusivamente de su magín, ni lo aprendió en la escuela o en la iglesia;  sino en su propio partido; es la “cultura política” que le han inculcado los “adultos sabios” que sí saben cómo tratar a este país de indios huevones, ignorantes y pedigüeños. De ello se sigue que la única diferencia entre la “joven promesa” y los “ideólogos maduros” es la habilidad para ocultar su verdadera identidad ideológica, la maestría para esconder lo que realmente piensa y se propone llevar a cabo su corriente ideológica. Lo aprovechable del discurso del pequeño Hitler es, entonces, su sinceridad, el candor para exhibirse de cuerpo entero sin ocultar las garras del halcón bajo el disfraz de inofensiva paloma. “El muchacho y el borracho dicen la verdad”, sentencia la sabiduría popular. Por tanto, quien tenga oídos para oír y ojos para ver, que saque del edificante episodio las conclusiones correspondientes y actúe en consecuencia. Eso es responsabilidad personal de cada quien.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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