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Opinión

Biden, AMLO y Trudeau: Una reunión espinosa. Por Caleb Ordóñez T.

Para el periodista Caleb Ordoñez La cumbre que viene entre López Obrador, Biden y Trudeau podría significar un gran avance en los temas que persigue el presidente mexicano tanto para nuestro país como para Latinoamérica y el Caribe.


Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

El próximo jueves 18 de Noviembre, en la lujosa casa blanca será el escenario inédito de una reunión que tenía que concretarse: Joe Biden recibirá a su homólogo de México, Andrés Manuel López Obrador, y al primer ministro de Canadá, Justin Trudeau. En la que han llamado, la “IX Cumbre de Líderes de América del Norte”.
El presidente norteamericano tendrá una reunión por separado con cada mandatario, para luego por la noche, reunirse los tres y llegar a algunos acuerdos en común que podrían ayudar en fortalecer seriamente, las relaciones entre los países.

Pero la reunión trilateral va mucho más allá de los temas que se han manejado en la agenda (COVID, migración y seguridad). Los tintes políticos se centran en la reunión presencial y lo que el “face to face” pueda generar. Pues muy atrás quedó esa incómoda y criticada reunión del pasado julio del 2020 con Donald Trump. Ahora, el presidente mexicano llegará a Washington D.C. de forma relajada y hasta con buena posición para discutir temas que no solo conciernen al Estado mexicano, sino con el talante de un presidente que lidera a otros de sus pares de la zona, como dejó clara la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) llevada a cabo el pasado 18 de Septiembre en la Ciudad de México.

AMLO enfrentará cara a cara a sus homólogos para defender temas complicados. El mexicano está en plena campaña para mostrar las bondades de su reforma energética, la cual golpea directamente a mega empresas de ambas naciones norteñas. Tendrá que hablar directamente sobre la sobre-migración de todos los países latinoamericanos, que está cruzando nuestro país…

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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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