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Opinión

Breve y Claro: Los ‘youtubers’ y la cultura millennial. Por Angélica Delgado

Angélica Delgado

Un área de la web que se ha vuelto parte de la vida de muchas personas, incluso familias completas es el YouTube, este sitio que también es considerado una red social, ha ganado cada vez más suscriptores pero también ha sido visto como una gran plataforma para los llamados ‘youtubers’ que llegan masivamente a través de un dispositivo con datos móviles o acceso a WiFi, lo que lo hace interesante, pero también peligroso.

No se trata de alarmar o intentar satanizarlo, pero hay que hablar de los hechos que se han estado presentando y que son quizá sólo los que llegan a conocerse, pues los casos no están del todo documentados.

Según especialistas en criminología social, estos nuevos ídolos de las generaciones jóvenes son parte de la llamada cultura millenial, que tienen una voluntad de publicar lo que les dé la gana sin pensar en las consecuencias.

Toda acción tiene una reacción pero parece no entenderse, si partimos de que en muchos de los casos se abusa de la libertad de expresión. Y todo esto aparentemente es avalado por una buena parte de la sociedad, con el uso inapropiado de las redes, con dar acceso a los menores aun cuando no tienen la edad legal para ello, no buscar poner restricciones parentales o dejarlas como un premio a una actividad o tarea cumplida.

De que las redes son un avance en la manera de comunicarnos, lo son, porque nos acercan, pero no hay que perder de vista que son utilizadas por quienes traspasan la línea de lo moral y legalmente correcto.

No hay que ir muy lejos para ver que las ventajas de la tecnología están aplicadas también para la cuestión delincuencial. Precisamente está el caso del ‘youtuber’ identificado en ese sitio como GermánLoeraMX, quien  fue detenido, junto con otras cuatro personas por la Unidad Élite de la Fiscalía General del Estado, por el secuestro de una mujer.

Y es que en lo que se conoce como el síndrome espejo, lo que pudiera verse es una oleada de la facilidad de establecer vínculos de los medios de comunicación electrónica en el que cualquiera puede ser ‘youtuber’ y publicar lo que le venga en gana, incluyendo delitos (que también son negocios) como pornografía, trata de personas, extorsiones y secuestros.

Y precisamente la información oficial de Fiscalía ha detallado que el líder de la banda delictiva es Germán Abraham L.A. Junto a sus cómplices llevarán el proceso ante el Juez de Control del Distrito Judicial Morelos por delito de secuestro agravado.

EL perfil de Germán no era tan ‘llamativo’ o excéntrico como pudo llegar a ser, por ejemplo, el del ‘youtuber’ conocido como “El Pirata de Culiacán” que era un verdadero fenómeno en esta plataforma y cuyo asesinato se presume fue por un insulto lanzado a través de la misma contra el líder criminal “El Mencho”, pero eso quizá denote un riesgo mayor, pues al estar oculto el quién es la verdadera persona detrás de la cámara deja en un grado de vulnerabilidad a los seguidores o suscriptores del canal, muchos de ellos jóvenes e incluso niños con ganas de contenido cada vez más rápido, más a la mano y hasta con la idea –falsa por supuesto- de que es alguien como ellos, que los entiende. Esa empatía hacia quien admira en ese canal de YouTube, puede llegar a ser fatal.

Editorial publicada en El Heraldo de Chihuahua

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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