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Opinión

Breve y Claro: ¿Quién nos lleva a casa? Por Angélica Delgado

Angélica Delgado

La detención de Jorge M. alias “El Rojo”, líder de los choferes de camiones en Chihuahua por posesión de 50 paquetes de cristal, debería hacernos reflexionar de manera profunda sobre la forma en que esta droga está permeando en prácticamente todos los sectores de la sociedad.

Ya se ha hablado del ámbito de la seguridad, donde han crecido el número de detenciones de personas que la venden o consumen, en el tema de salud se prevé un incremento en la necesidad de atención al tema mental, ya que ataca directamente al sistema nervioso central, y en el de prevención se lanzó la campaña llamada “Rompe el Hielo”.

Pero un área que quizá no habíamos volteado a ver es la del transporte y fue precisamente la presentación de “El Rojo” por parte de las autoridades la que puso los ojos en esta área donde ahora se sabe, por su titular, Guillermo Hernández, que no hay análisis eficientes para detectar el consumo de esta droga en particular en los choferes. Y aquí es donde yo me pregunto: ¿Quién nos lleva a casa? Caras vemos, pero más allá no sabemos.

Lo cierto es que los resultados que han arrojado si un chofer es consumidor o no de esta droga, no son fieles a la realidad, lo que hace más difícil detectar una adicción que muchas veces va ligada a la exigencia del mismo trabajo.

Los únicos análisis que pueden detectar ésta que ha sido considerada como una epidemia de consumo, son aquellos que tienen 5 reactivos o más, pero aun en estos es fácil de esconder de manera temporal y con la combinación de algunos elementos.

Por eso, el gran reto de la autoridad es darle vuelta al esquema, buscar cambiar a que sean sorpresa, porque si se aplica una sola vez no garantiza que no reincida y es precisamente de los consumidores reincidentes de quien se tiene que estar más pendiente.

Y el riesgo es amplio: Sensaciones de paranoia, ansiedad, irritabilidad, nerviosismo, confusión, insomnio y conductas violentas que se llevan a la vida laboral, una verdadera bomba de tiempo si se le suman factores como 8 horas de trabajo o doble turno lidiando con el tráfico, contando monedas, haciendo que el pasaje se comporte y lidiando con la temperatura extrema.

Queda claro que en el caso de Hernández, su postura es humanitaria, porque ha afirmado que no se puede estar pidiendo un mejor servicio de transporte urbano si no se cuida a los actores que dan ese servicio también y ha cuestionado la falta de garantías por parte de los patrones y de respaldo del sindicato.

Pero no se puede ni debe dejar de lado que quienes nos llevan a casa, al trabajo, a una consulta médica, ¡vaya! Los que mueven al grueso de la población, sí deben tener un comportamiento ejemplar, por eso es importante que cada uno haga la parte que le corresponde en éste sistema de transporte.

Editorial publicada en El Heraldo de Chihuahua

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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