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Opinión

Cambio desde la raíz. Por Itali Heide

La sociedad civil hace todo lo que está en su mano para calibrar y acabar con las disparidades en el acceso a la sanidad en todo el mundo, no esperamos menos. Aun así, puede resultar frustrante luchar contra los problemas sistémicos que causan estas disparidades, y aunque el objetivo sea colocar vacunas y prestar apoyo, ¿qué se puede hacer para generar un cambio a un nivel más profundo?

Itali Heide

Aunque pueda parecer desalentador cambiar cuestiones tan arraigadas que cientos de años no han podido enmendar, la esperanza surge en el acontecimiento del año: la Semana de Alto Nivel de la Asamblea General. Medical IMPACT, una fundación mexicana que ha apoyado a miles de personas vulnerables en lugares de difícil acceso, estará presente en las Naciones Unidas en Nueva York, y su impacto va más allá de echar una mano a los menos afortunados.

En los revueltos y ruidosos pasillos de las Naciones Unidas en Nueva York, líderes del mundo se reunirán del 18 al 26 de septiembre para crear un cambio profundo en las políticas que conforman la salud mundial. Entre el bullicio del networking y el asombro por caras conocidas en el ámbito de salud global, Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance contribuyen a tres declaraciones políticas que podrían cambiar el futuro de millones de vidas vulnerables.

Las declaraciones políticas ponen de relieve cuestiones de las que estas organizaciones se ocupan día a día: Prevención, Preparación y Respuesta ante una Pandemia; Cobertura Sanitaria Universal; y la Lucha contra la Tuberculosis. Una cosa es segura: es vital confiar estas declaraciones a quienes tienen experiencia de primera mano viendo las disparidades sanitarias que amenazan millones de vidas en todo el mundo.

Cada día, los equipos detrás de Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance trabajan hora tras hora para garantizar que todo el mundo tenga acceso a la vacunación universal, asistencia sanitaria y apoyo justo en forma de manos amigas. Mientras que su trabajo sobre el terreno demuestra lo comprometida que está la sociedad civil para acabar con las desigualdades, su presencia en las Naciones Unidas demuestra que llegarán tan lejos como sea necesario para cambiar las realidades de las que son testigos a diario.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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